Érase un semáforo a una rotonda pegado, érase un semáforo superlativo, érase un semáforo sayón y fuera de sitio, érase una señal llamada a ser un delito». Permítanme que parafrasee a Quevedo, cambiando al protagonista de uno de sus sátiros poemas, para dedicar unos versos al semáforo del segundo cinturón de ronda que cada día es protagonista de pitidos, insultos, toques de vehículos y tensiones.
Personalmente reconozco que de lunes a viernes pienso con poco amor en ese armazón de hierro, cables y luces que provoca retenciones innecesarias al frenar el curso natural de acceso a esta intersección viaria.
En este caso dicha señal no tiene la pluma ni la habilidad de Góngora, a quien iban dedicados los versos de Quevedo, pero sí la capacidad de molestar a quienes circulan por una de las pocas rotondas de nuestro país en las que el peligro tiene forma de cumplimiento de una norma.
Según datos de Tráfico, uno de cada tres accidentes en ciudad se producen por la competitividad que se establece entre conductores y nuestro semáforo superlativo confirma esta afirmación. Algunos días cuando me dirijo al trabajo me sorprendo al ver las caras de concentración y las manos y cuellos firmes de quienes se sienten actores de «Fast and furious» y se disponen a lanzarse en pocos segundos a la incorporación escogida. Algunas teorías afirman que esa agresividad que nos posee cuando nos asimos al volante de nuestros vehículos se debe a que el coche en sí genera tensión, soledad y nos inocula una sensación de fortaleza e impunidad que transmite el caparazón del coche que nos lleva a gritar, insultar, elevar peinetas y sentirnos invadidos por el demonio de la niña de «El Exorcista». Sea como fuere, nada ayuda en esta competición por ser el más listo del barrio y colarse sin respetar las formas para sentirnos más más fuertes. La mayoría de los mamíferos pelea por ser el líder de la manada y nosotros no somos un caso diferente al resto.
Pero regresemos a nuestra ronda y al protagonista de este artículo. A pesar de que en octubre se inauguró con boato la pasarela peatonal elevada en este enclave para facilitar a los estudiantes y vecinos el acceso al Instituto Sa Blanca Dona y al resto de este barrio, en la actualidad, muchos peatones siguen cruzando la carretera por mitad de la ronda, convirtiendo su gesta en una suerte de humor amarillo en la que te encuentras sorteando coches, adolescentes, señoras con bolsas y caballeros sin espada. En eso de resistirnos a andar 10 metros más para cruzar por pasos de cebra o zonas habilitadas también destacamos los Homo Sapiens que, de nuevo, en coche, moto, bici o a «pata» demostramos que no hacemos mucho honor al nombre de nuestra especie.
Nuestra señal multicolor no es el único sinsentido de nuestra red viaria, cuajada de plantas ornamentales que se exhiben cuan protagonistas de «Jumanji», impidiendo a los conductores la visibilidad y lanzándonos a las incorporaciones en plan «ruleta rusa». Los problemas acechan si osas cruzar Jesús, con unos trabajos que se han complicado, como todos y que no tienen viso de concluirse. Te desplazas hasta Santa Eulària, con esa rotonda de juguete que nos han puesto y que algunos confunden con el circuito cercano de cars, y otras lindezas de unas carreteras que en pocas semanas se verán invadidas por turistas desconocedores de sus problemas y que nos harán tener que subir de nivel a la hora de demostrar nuestra pericia al volante.
Yo no sé ustedes, pero una servidora ha visto de todo: 8 «guiris» en un coche sacando la cabeza por el techo solar, un italiano perdiendo un brazo sin percatarse de ello o visitantes, que parecen más de otro planeta que de otro país, parando en mitad de una rotonda para consultar un mapa. Todo ello sumado a taxistas que conducen a lo Fernando Alonso, piratas de esta época, un transporte público deficitario y esa sensación de impunidad que tienen quienes vienen de vacaciones y cometen todas las tropelías que no harían en su tierra.
Comienzo a temblar solo recordando los tres accidentes que viví en primera persona durante la temporada pasada, todos provocados por negligencias ajenas y que desde entonces me llevan a conducir más tiesa que un palo de escoba y con una atención digna de un inspector de Hacienda, mientras que ese semáforo pegado a una rotonda sigue guiñándome su ojo rojo para recordarme que según las predicciones de los astros esta temporada será peor y que el peligro nos ronda fuera.