Corrían finales de los sesenta, y aquellos maravillosos años, en los que el verano aún era invierno para el turismo, en nuestra isla, pero que lentamente comenzaba a gestarse en pequeñas fondas, pensiones y casas de campo encaladas, en donde la vida se hacía apacible para sus aún escasos visitantes, todo ello, mucho antes de que se convirtieran en meros turistas, y que a lomos de algún que otro escaso seiscientos, o si me apuran, Citroën dos caballos, recorrían los caminos polvorientos todavía de tierra, mezclando el petardeo de sus motores, con el zumbido de las cigarras achicharradas por el sol estival. Y así, por ahí, andábamos todos, mayores y niños de pantalones cortos y sandalias de goma, por las rocas de nuestra costa, buscando pegellides y cranques para hacer el arroç sec, de los domingos – lo de la paella es muy moderno -, que dada su abundancia de moluscos y crustáceos, abastecían sin problemas los calderos de muchos isleños de bien, cuya única afición dadas las limitaciones que el bolsillo les permitía, les suponía una vidaça; un festín en toda regla, en donde además, se reunía a la familia, para hablar de sus cosas. O sea: de la cosecha, de la pesca, del tiempo, y para de contar, pues así de sencilla era la vida de sus lugareños. Y la familia…¡Ah, la familia!¡Sin duda, eso sí que lo era! No uno, ni dos, ni tres mocosos, no, sino un porrón de algarabías de dos piernas flacuchas, alrededor de la mesa, disputándose ese muslo de pollo, recién salido del sofrit pagés; y digo pollo payés, entre otras cosas, porque rara vez, se echaba ternera, siendo esta, un verdadero lujo, hasta que llegaron los camiones frigoríficos, sus conservantes y sus colorantes.
Y así, y de esta guisa estábamos, hasta que llegaron los setenta. Estos, más atrevidos, más vívidos, más brillantes y con más luz que en la anterior década. En donde el color, aún desteñido de la vida, e inconscientemente mezclado con los tonos grises de la década anterior, arrojaba sobre las fotos que estas gentes raras, con vestimentas de colorines, y con sus cámaras Kodak y sus Werlisas, nos hacían nada más desembarcar de los Iberias, Spantax o Aviacos de alas y cuerpos plateados, recién aterrizados, en el sencillo aeródromo también, recién asfaltado de la isla. Y fue así, entre una y mil formas diferentes más de lo que pudo ser, que comenzaron, mecidos al son de las orquestas de piscina de hotel y de verbena de pueblo encalado; cuyo sonido sonaba siembre igual en todas partes, que comenzara su pacífica colonización, como ya antes lo hicieran otras culturas en otros tiempos, nada diferentes, sino por la salvedad de que esta vez la mayoría no venían para quedarse, sino para conocernos. Algo que curiosamente sorprendía a la mayoría de sus lugareños, principalmente, porque se preguntaban, que qué tenían ellos, y me estoy refiriendo a los lugareños, de especial que no tuvieran en otros confines del mundo otros lugareños, pues así de inocentes éramos, al no saber aún, que vivíamos en el paraíso sin tener conocimiento de ello, y que la barita de la fortuna estaba a punto de llamar a nuestra puerta. Y así, la inocencia, que, en el fondo, es a veces, como la castidad, y que se suele perder con el tiempo y las circunstancias, desapareció, cuando aquel turista despistado que recorría la isla en una vespa naranja chillón, se detuvo frente al lugareño, circunstancia en la que este, aprovechase para ofrecerle algún que otro higo de una cesta que llevaba, a modo de hola; y el piel roja, ya embelesado por los aromas a frigola y romero, y fervientemente enamorado del lugar, le ofreciera la compra de aquel pedazo de tierra rocosa y seca de la esquina, pegada al mar, o en lo alto de la montaña baldía, y que para el de la cesta, no servía para nada, más que para que las lagartijas tomasen el sol. Y de nuevo y con esta guisa, acabó por suceder, que aquel turista sin saberlo, hiciera despertar de su letargo, aquel sentimiento dormido, que llevaban en la sangre los isleños, herederos de aquellos cartagineses y fenicios expertos profesionales en las artes del comercio. Fue entonces y solo entonces, cuando aquellos arrossos secs acabaron convirtiéndose por arte de magia turística, en paellas, los hostales y pensiones, en fábricas de sueños en masa, y de campos de cultivo intensivo de turistas frente al mar, llamados hoteles, y aquellos caminos polvorientos por los que circulaban los seiscientos, 2 caballos, Renault 4, y algún que otro carro de calaix o de barana, fueran cubiertos de asfalto.
Muchas veces me he preguntado si fuimos responsables o culpables de todos estos cambios. Si hizo mal aquel primer payés en vender aquellos terrenos yermos, y si cualquier vida pasada fue mejor. Sin embargo, siempre acabo extrayendo la misma conclusión: que las fotos del pasado en blanco y negro son muy bellas, pero, aún lo son más en color; y que cuanta mayor es la definición del mismo, la foto es más bella y sus habitantes viven mejor, a pesar de lo que el progreso conlleva. Por eso: espero y deseo, que cada lugareño al igual que los turistas que nos visitan, siempre pueda disponer prósperamente de las mejores cámaras que existan, para poder retratar el futuro de nuestra isla y el suyo que va ligado a ella; en la mejor de las dimensiones y a ser posible hasta en relieve. Así de generosa es esta tierra, en la que cabemos todos: el lugareño que vendió sus bienes, y el turista arriesgado, de la vespa naranja chillón, que se los compró. Sin saber lo que hacían, ambos, inventaron el color.