El domingo pasado en la reflexión que compartía con vosotros, estimados hermanos y amigos, lectores del Periódico de Ibiza y Formentera, deseaba animaros a celebrar bien la fiesta de nuestra Patrona que fue el pasado viernes. Y hoy deseo animaros a celebrar la fiesta de nuestro Patrón, el Diácono y mártir San Ciriaco, cuya fiesta es el mañana día 8.
El calendario romano coloca la fiesta de San Ciriaco el día 8 de agosto. San Ciriaco, diácono, vive en Roma en el siglo IV d. C. y destaca por el gran apoyo que presta a los cristianos condenados a trabajos forzados, y aliviando la indigencia de muchos, construyendo incluso una iglesia. Después de sufrir la prisión, bañado con pez derretida, y extendido en el potro, le descoyuntaron los miembros. Por último, junto a otros veinte compañeros, hombres y mujeres fue degollado por orden del emperador Maximiano en la Vía Salaria. Aunque enterrado allí, después su sepultura fue trasladada y solemnizada por el Papa San Dámaso un 8 de agosto, por lo que en este día se celebra su fiesta.
Ese templo donde desde entonces están sus restos, en la Vía Lata, yo lo visitaba frecuentemente en mis años de servicio en Roma porque está cerca de la residencia donde vivía; allí, orando tantas veces durante casi once años, no podía pensar que un día estaría sirviendo en la Diócesis que lo tiene como Patrono.
Ibiza fue reconquistada el 8 de agosto de 1235 por las tropas cristianas catalanas y por eso, desde entonces se le tiene como Patrón. Y desde hace años el Consell Insular organiza y participa dignamente en esta fiesta.
Un santo que es Patrón es un santo que es conocido, amado, venerado e imitado por los fieles de la zona. Que esta fiesta, pues, nos haga conocer más y mejor a San Ciriaco, amarle, venerarle e imitarle en nuestra vida en los años aquí en la tierra.
Conocer a San Ciriaco nos hace ver que se trata de una persona nacida en el siglo III en una familia noble patricia romana, que abrazó la religión cristiana y dio su riqueza a los pobres. Fue ordenado diácono en Roma bajo el Papa Marcelino (296-304). El emperador en ese momento era de Diocleciano, con la asistencia de Maximiano, que pasó a ser su favorito. En honor de Diocleciano, Maximiano decidió construir un palacio magnífico, con magníficos baños, construido por esclavos cristianos. Entre los ellos había hombres de edad avanzada, así como sacerdotes de alto rango y los clérigos. Una noble romana, con ganas de aliviar los sufrimientos de estos trabajadores pobres, envió a cuatro cristianos con limosnas: uno de estos hombres era Ciriaco. Realizaban sus obras de caridad aún con riesgo de vida, trabajaron con fuerza junto a los más débiles. Ciriaco era bien conocido por Diocleciano, el emperador. De repente, la hija de Diocleciano, Artemia, fue poseída por un demonio furioso, y le dijeron que sólo Ciriaco podría ayudarlo. Diocleciano lo mandó llamar, y él la curó.
Ambos Artemia y su madre, hoy Santa Serena, se convirtieron al cristianismo. Poco tiempo después, la hija del rey de Persia también fue poseída y Diocleciano, pidió a su esposa que persuadiera al diácono para ir a Persia para este fin. Lo hizo con sus otros dos compañeros cristianos, y otra vez el Santo expulsó al demonio, con lo que logró la conversión del rey, su familia y cuatro centenares de personas, a quienes bautizó. Los tres confesores regresaron a Roma, sin haber aceptado ninguna compensación por sus servicios, diciendo que habían recibido los dones de Dios gratuitamente y deseaban compartirlos.
El bárbaro Maximiano, al enterarse de su regreso en el año 303, los capturó, encarceló y torturó, y finalmente decapitó a Ciriaco junto a otros veinte cristianos valientes.
Toda una buena enseñanza, pues, nos deja nuestro Patrón: vivir siempre la fe sin apartarse de ella; ser en consecuencia caritativos y misericordiosos con todos.