En Formentera van tod@s con burkini. En pocos años se ha pasado del esplendor nudista, con medidas que iban desde la Venus de Willendorf a la de Praxíteles, a la dictadura de unos trajes de baño habitualmente espantosos. Es la tiranía de la moda y los complejos del igualitarismo cuyo listón es el más bajo denominador común.
También la pesada manía de querer fotografiarlo todo (la sociedad al aberrante móvil pegada es un omnipresente paparazzi) y colgar instantáneamente las imágenes en una red social para deleite de los merluzos cibernéticos. Hay que estar muy seguro para superar el escrutinio de tanto voyeur crítico de los que gustamos nadar gloriosamente en cueros.
Hay desnudos severos que semejan una armadura. Otros son cetáceos y la carne trémula oscila como un flan. Los hay tan sensuales que nos regalan la visión clásica de la belleza, cuando la diosa chapotea entre espumas afrodisias y promete amor en la fugacidad del instante.
Decía Dalí que cuando Afrodita surgió del mar, estaba desnuda y temblaba. El tiritar de sus dientes fue imitado por conchas y vulvas marinas, que están en el origen de los crótalos de Creta y de las castañuelas tartesias de Cádiz. Cuando en el flamenco oímos repicar las castañuelas, es el eco del temblor de Afrodita cuando salió de las aguas en Creta.
En Formentera sigue habiendo desnudos que hubieran inspirado tanto a Botticelli como a Botero (uno monta más que otro). Pero hoy se esconden en las rocas o tras el velo nocturno, para no turbar a la celosa masa del burkini.