Conocí a Fidel Castro en La Habana a principios de la década de los noventa del siglo pasado. Coincidimos en el aeropuerto mientras esperábamos que aterrizara el DC 10 de Iberia que transportaba a D. Manuel Fraga a la isla. Estuvimos a solas (escoltas aparte) en la sala VIP el Embajador, Fidel y yo, a la sazón Cónsul General. Nos preguntó por el modelo de avión de la compañía española y tras informarle señaló unos Tupolev obsoletos en la pista y nos preguntó «y ¿qué hago yo con esta porquería?» Volví a verlo en dos ocasiones más, una en el Palacio presidencial y otra en la residencia del Embajador. Tenía empatía y era lo que suele caracterizarse como un tío simpático. Mi mujer le pidió un autógrafo que le había encargado una de sus sobrinas y se lo dio complacido; como es psicóloga y grafóloga, me explicó que la letra y la firma revelaban, además de fluidez mental, una egolatría desmesurada, apenas superadas por las de Don Manuel, a quien también se sintió obligada a solicitar su autógrafo porque los dos políticos estaban codo a codo.
Empatías aparte, el personaje se me antoja siniestro por muchos motivos y me sorprende el doble rasero de medir de mucha gente ante los dictadores de distinto signo: intolerables los unos, disculpables los otros. A este respecto, me parece interesante comparar los titulares de nuestro periódico sabiondo y didáctico, faro de progres y refugio de mediocres: «Muere Pinochet sin responder de sus crímenes ante la justicia» pero «Muere Fidel Castro, símbolo del sueño revolucionario». ¿Hay quien dé más en cuanto a hipocresía?
En 1958, el PIB per capita de Cuba duplicaba el de España. En 2014, el de nuestro país sextuplicaba el de Cuba. En ese lapso de tiempo, un 20 por ciento de la población cubana ha votado con los pies exiliándose, lo que equivaldría a que hubieran emigrado de nuestro país unos diez millones de personas. Como señala el maestro Ruiz Quintano en uno de sus memorables artículos «La indignidad mundial que supone el tratamiento mediático de la “castroentiritis” es la obra maestra de la socialdemocracia.»
Durante mi estancia en la isla, comprobé no sólo la formidable degradación física de la ciudad sino, sobre todo, la moral. Se trataba de «resolvel» el problema de la escasez de alimentos vendiendo el cuerpo que los reclamaba a cambio de unos pocos dólares. Si Cuba hubiera padecido un clima frío extremo es indudable que el experimento revolucionario no hubiera durado un trienio por falta de calefacción. Así son las cosas.
En un conocido panfleto, el personaje aseguró: «La Historia me absolverá». Como buen ex-alumno de jesuitas, debía tener grabada la noción del pecado, de la culpa y de la absolución. Requiescat in pace. Amen.