Como todavía no está formalmente prohibido, salvo por esa forma de censura hoy aceptada de lo políticamente correcto, confesaré hoy por escrito, con ánimo sereno, sine ira et studio, que me gustan las corridas de toros, esos acontecimientos rituales llenos de colorido, luz y sonido, esfuerzo artístico y tragedia latente. De ese mundo idiosincrásico me gusta casi todo: los chispeantes o trajes de luces y sus innumerables colores (en azul: pavo, purísima, turquesa, prusia, espuma de mar, eléctrico o ultramar; en tonos rojos: el grana, cardenal, caldero, burdeos o sangre de toro; en verdes: el hoja, botella, esperanza, oliva o pistacho y tantos otros como barquillo, canela, tabaco, aguamarina, perla o plomo); también los numerosos pelajes de las reses (negro zaíno, azabache o mulato, castaño, colorado, rubio, melocotón, retinto, ensabanado o jabonero y los cárdenos, salineras, chorreados, también los alunarados, aparejados, burracos, carboneros, mosqueados, nevados y salpicados, por no hablar de los de ojo de perdiz, los luceros, botineros, gargantillos, bragados, cinchados y tantos otros). También me encantan muchos nombres de toro (Aguardentero, Avispado, Babilonio, Buenasuerte, Cobradiezmos, Caracolo, Harinero, Matajacas, Pocasbromas, Pajarito o Timador) y las denominaciones sonoras de muchas ganaderías (Ajuluapán, Aguas Vivas, Alcurrucén, Dosgutiérrez, Escudero de Cortos, Fernández Yesaky, Hoyo de la Gitana, Huichapán Pasobeca, Vistaverde o Zotoluco).
A mi mujer le gustan los toros, pero no tanto como para acompañarme a todas las corridas a las que voy, por lo que acostumbro a invitar a amigos o, preferiblemente, amigas. En cierta ocasión se trataba de dos jóvenes extranjeras que nunca habían visto un espectáculo del que tenían una idea tan vaga que la de nacionalidad danesa dijo que pensaba que iba a ver una especie de rodeo, tal vez porque vio caballos en el paseíllo.
Como no era la primera vez y basándome en experiencias anteriores les había preguntado previamente si preferían ver el espectáculo de cerca o de lejos, advirtiéndoles del tema de la sangre que verían derramar. Al decirme que preferían de cerca pensé que aguantarían la muerte del primer toro o en todo caso la de segundo antes de pedirme poner fin a su presencia en la plaza, algo a lo que ya estoy acostumbrado. Mi sorpresa fue grande cuando comprobé que el tercio de varas, con el primer derramamiento de sangre, nos les impresionó demasiado cuando les expliqué el propósito de la suerte; parecieron entenderlo perfectamente. También traté de explicarles la finalidad del de banderillas y observé cómo su curiosidad iba un aumento, aunque sin excesivo entusiasmo. Para abreviar diré que la tibieza inicial fue convirtiéndose en entusiasmo a medida que avanzaba la corrida: no sé si se debió a que dos de los toreros eran muy buenos mozos, a mis exhaustivas explicaciones, a varios gintónics intercalados o a otras razones ignotas: el caso es que a partir del cuarto toro se pusieron en pie y aplaudieron a rabiar. Por cierto que, en la fila inmediatamente inferior, dos señoras chinas ya entradas en años manifestaban un entusiasmo similar poniéndose en pie y aplaudiendo también a rabiar. Son cosas que pasan y que me sorprenden porque tengo el convencimiento que quien no entiende de toros contempla un espectáculo completamente diferente al que ve el entendido.
Tan satisfechas salieron de Las Ventas mis amigas que, cosa insólita, la danesa se empeñó en invitarnos a más gintónics, algo que en mis casi cinco años de embajador en Dinamarca no me había sucedido con ninguna de sus compatriotas, más bien amarretas y de las que se hacen las locas a la hora de pagar. Tras una larga tertulia, me percaté de que el espectáculo les había gustado mucho. Entiendo perfectamente que muchas almas sensibles de las que proliferan hoy día repudien un espectáculo que implica derramamiento de sangre y pone en peligro la vida del lidiador humano o del animal lidiado; lo que me cuesta admitir es que quien no tiene idea del espectáculo se manifieste a priori en contra por lo del «maltrato animal», particularmente cuando no son vegetarianos. Sin corridas de toros la especie del toro bravo, como la del uro, se habría extinguido hace siglos, un argumento contundente que no parece importarles.