El recientemente fallecido sociólogo Zygmunt Bauman acuñó el término «modernidad líquida» para describir un estadio del desarrollo humano en el que la dinámica social impide que las certezas de antaño conserven su estado sólido. Otro sociólogo, el alemán Ulrich Beck, acuñó en 1986 el de «sociedad de riesgo» (Risikogesselschaft), característica de lo que denomina «segunda modernidad». La primera modernidad estaba basada en Naciones-Estados en los que las relaciones sociales se entendían en sentido territorial. La predictibilidad y controlabilidad de este tipo de sociedades surgidas de la primera industrialización se ha visto socavada, según el profesor de la Universidad de Munich, por cinco procesos interrelacionados: la globalización, la individualización, la revolución de la igualdad entre los sexos, el desempleo generalizado provocado por el cambio tecnológico y la emergencia de riesgos globales, particularmente de orden ecológico, pero también financiero” y biotecnológico, por no mencionar el terrorismo de destrucción masiva. Inútil decir que estamos a las puertas de una modernidad no ya líquida o de riesgo, sino gaseosa y de catástrofe.
Tal vez pueda atribuirse la arterioesclerosis de la socialdemocracia a la incomprensión de los lúcidos análisis precedentes; pretender solucionar los problemas sociales contemporáneos con recetas anacrónicas sólo puede conducir a una frustración cada vez más creciente que, con frecuencia, desemboca en lealtades que se desplazan hacia populismos únicamente susceptibles de empeorar aún más las cosas. Por sorprendente que parezca, los partidos del centro y centro-derecha parecen mejor equipados intelectualmente para gestionar los riesgos e incertidumbres de la modernidad, salvo cuando pretenden mimetizarse y adoptar un ideario socialdemócrata disfrazado, como ocurre hoy en España.
El fenómeno de la globalización, bête noire de socialdemócratas y populistas, ha venido favoreciendo sobre todo a las sociedades más rezagadas del planeta.
En los últimos tiempos proliferan los intentos de instaurar, a derecha e izquierda, políticas más basadas en el sentimiento que en la deliberación, el debate, la negociación y el compromiso típicos de las democracias liberales. No es nada nuevo: la obra de Karl Schmitt «Romanticismo político», publicada en 1919, abrió el camino a esa deriva: según el politólogo alemán, las ideas liberales de tolerancia, derechos humanos y libertades individuales no representan más que «escapismo, ingenuidad y falta de voluntad de responsabilizarse de la acción política». En su obra «La crisis de la democracia parlamentaria», publicada cuatro años más tarde, Schmitt atacó frontalmente la democracia parlamentaria y predijo que sería reemplazada por otra «de masas» gobernada por una «voluntad común» que ya no estaría representada por una asamblea democráticamente elegida, sino por «un líder del pueblo» que contaría con «poderes suficientes» para introducir «las medidas legislativas necesarias». Al justificar así el fascismo, Schmitt se convirtió en ideólogo de cámara del nazismo. En nuestro país, su secuela fue la brillante y mucho más matizada «teoría del caudillaje» del no menos brillante Francisco Javier Conde. Hoy, su epígono -o ¿he de escribir epígona?- es la mucho menos brillante politóloga belga Chantal Mouffe, que caracteriza de «peligrosa ilusión liberal» el intento de regular el conflicto social a través de la negociación y el compromiso. Según esta representante del llamado «postmarxismo», tal intento «entorpece la verdadera labor de la política», a saber, «la toma de decisiones». Se trata, en última instancia, de justificar la aniquilación física del disidente en aras de la una Causa Superior y ya nos describió Thomas de Quincey la trayectoria fatal de quienes, en un momento dado, se permiten asesinar: pronto pasan a considerar que el robo es cosa de poca monta, luego se dan a la bebida, dejan de guardar las fiestas de precepto y, a partir de ahí, se entregan a prácticas tan lamentables como la descortesía y el desaliño indumentario.