Las bienaventuranzas forman un maravilloso pórtico del Sermón de la Montaña. Es algo diametralmente opuesto al criterio del mundo. Bienaventurados los pobres, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los pacíficos, los que padecen persecución por la justicia.
Vamos a fijarnos solamente en dos de las bienaventuranzas: Los misericordiosos y los limpios de corazón. La misericordia no consiste solo en dar limosna a los pobres, sino también en comprender los defectos que puedan tener los demás, ayudarles a superarlos y quererlos aún con estos defectos que tengan. No se trata de tener lástima de la gente, sino compasión; sufrir con los que sufren, gozar con los que son felices. Esto también forma parte de la misericordia.
Los limpios de corazón. Cuando se habla del corazón humano, no debemos referirnos solo a los sentimientos; hacemos alusión a toda persona que quiere, que ama y trata a los demás. La limpieza de corazón es un don de Dios que se manifiesta en la capacidad de amar, en la mirada limpia para todo lo noble. “Atended a todo lo que sea verdadero, limpio, justo, santo, amable, honrado, a todo lo que sea virtud y digno de elogio” (Fil. 4,8). El que se precia de ser cristiano, ayudado por la gracia de Dios, debe luchar siempre para purificar su corazón y adquirir esa limpieza, por la que se promete la visión de Dios.