La civilización europea va disolviéndose lenta pero inexorablemente, víctima de su desorientación y cobardía buenista. Lo diagnosticó Hillaire Belloc: «Con una población urbana anestesiada por un sistema mecánico de educación pública, cualquier sugerencia u orden, por absurda e irrazonable que sea, será obedecida si se repite suficientemente».
«Welcome refugees!» proclaman muchos de los que están dispuestos a ignorar al prójimo y a acoger, en cambio, al extraño. Incapaz de adoptar medidas drásticas para poner límite al islamismo que la corroe, Europa se muestra igualmente incapaz de poner fin a la inmigración ilegal no sólo suprimiendo los incentivos que la propician sino incluso adoptando medidas eficaces susceptibles de atajarla; esa inmigración descontrolada es el germen de su lenta pero inexorable disolución cultural.
El ejemplo australiano es revelador: a partir de 1999 empezó a recibir centenares de barcos con solicitantes de «asilo», concepto mágico que trata de sustituir el de inmigración económica ilegal sustentada en redes de traficantes que se enriquecen con el buenismo de muchos países; en 2001, el gobierno australiano instituyó una política de detención de todo inmigrante ilegal que pisara suelo australiano y su inmediato traslado a centros de detención en países insulares cercanos; el resultado fue concluyente: en 2002 apenas llegó un bote con una persona a las costas australianas. En 2007, un primer ministro laborista tan benevolente como irresponsable (marca de la casa en la granja socialdemócrata) clausuró los centros de detención con el resultado previsible: aquel año llegaron siete barcos con 161 personas; al siguiente, 60, con más de 2.500 y en 2012, 278 con 17.000 personas, mientras se calculó que cerca de un millar se perdió por el camino. De nuevo entró la peste por la caridad pero, como suele acontecer, el gobierno laborista achacó el hecho a «factores externos» que nada tenían que ver con su desastrosa política migratoria. Cuando los liberales llegaron al poder en 2013, reintrodujeron los centros de detención en países insulares cercanos, con el resultado también previsible: desde 2014 sólo ha llegado un barco con un individuo a bordo, como doce años atrás. Moraleja: no se trata de «factores externos»; en la época de los viajes de bajo coste, decenas de millones de personas que buscan una vida mejor constituyen una demanda infinita; como señaló Milton Friedman: «se pueden tener fronteras abiertas o Estado del bienestar, pero no ambas cosas a la vez». Cuando las perspectivas del inmigrante ilegal se frustran por no poder permanecer en el país que ha elegido para establecerse y pierde los miles de dólares que ha pagado a las mafias por el viaje, el «flujo migratorio» se termina y se dirige hacia zonas buenistas más propicias. Por cierto, con el gobierno despiadado actual, Australia acepta más demandantes genuinos de asilo per capita que ningún otro país del mundo.
La situación en Europa es exactamente la contraria: se detraen ingentes fondos públicos de manera que el flujo migratorio, en lugar de detenerse, se ve incentivado. Hay millones de inmigrantes que viven en Europa de las ayudas sociales y esos millones no guardan para sí esa valiosa información, sino que se la transmiten a quienes en sus países de origen aspiran a vivir sin trabajar, una aspiración tan humanamente comprensible como ruinosa para el contribuyente europeo. Luego hay quienes se quejan del «populismo de derechas».