Somos unos ingenuos. Nosotros pensábamos que la presión humana solo desfiguraría nuestras costas, enmuralladas por una tupida barrera de hormigón implacable. No tuvimos en cuenta que los desmanes cometidos en las orillas afectarían de tal manera a los fondos y aguas en general. Nuestra visión antropocéntrica nos impidió analizar las cosas en su real alcance: porque el hombre no es el centro de todas las cosas, por mucho que nos repercuta todo lo hagamos en el entorno.
De hecho, estas estructuras artificiales nos incumben en primer término, pero también porque van arrasando las aguas del litoral. No solo por las miles de toneladas de residuos depositados en su fondo, sino por la cadena química de destrucción de los vertidos. Y al mar van muchas tuberías, canales, emisarios y residuos no depurados procedentes de una deficiente eliminación en tierra.
No solo esto, desde 2012 se sabe que nuestras estructuras artificiales submarinas causan inconveniencias inesperadas. El Consejo Superior de Investigaciones Científicas dio a conocer en aquella fecha una circunstancia nada benéfica: estimulan la proliferación de medusas. Ya lo sabemos, nuestros puertos, pantalanes y obras en la ribera son un excelente caldo de cultivo para la multiplicación de los celentéreos (los científicos ya no les denominan así) y además en un grado superlativo, a juzgar por las mediciones realizadas. Sumado a la extinción de sus depredadores naturales, este hecho nos ofrece otra pista sobre el espectacular aumento de medusas.
Acoso a nuestras costas, pero también a nuestros mares: solo hay que ver las expediciones de yates y lanchas por la mañana y en el ocaso que oscurecen el cielo antes cristalino con sus emisiones contaminantes. Qué decir del perfume de las olas en los Freos o en Illetes. Hoy huelen a napalm.