Entramos en el agosto más preocupante y, a la vez, feliz y despreocupado que recuerdo. Se nos han ido todos, políticos, jueces, incluso nosotros, los periodistas --menos los de guardia--, a compartir esas vacaciones con los millones de personas que abarrotan los hoteles, los casas rurales, cualquier cosa, haciendo feliz, a esa sí de verdad feliz, a la hostelería. Y a la economía, de paso, claro. No quisiera actuar como ave de mal agüero, ni como esa conciencia pelmaza que insiste en ver las botellas medio vacías, pero insisto: es un agosto en el fondo preocupante, que uno, desde su mesa de trabajo, afronta con algo de inquietud, con bastante inquietud: ¿es que alguien está haciendo algo para que no pase lo que todo indica que podría pasar, algo que ya tiene fecha fija y es dentro de dos meses exactamente?
Llamémosle, si usted quiere, tormenta perfecta. O choque de trenes. Prefiero guerra de las galaxias, porque a veces parece una película de extraterrestres. Alguien cuya insania se empeña en lanzar a sus conciudadanos --hablo, para que nadie me acuse de parabólico, de Puigdemont-- hacia los abismos del desastre ha creado una situación casi imposible para el Estado: desobediencia --desafío-- a las instituciones, toma del Parlament pasando por encima de las minorías, que probablemente en la calle sean mayorías, desconexión unilateral, brusca, forzada, del resto del país. Toda una actitud sediciosa, todo un proyecto de golpe ya en marcha y acelerando.
Lo malo es que enfrente nos encontramos con un Parlamento nacional desactivado, y no ahora, sino desde hace casi dos años; un Tribunal Constitucional con las manos atadas; unas fuerzas políticas desunidas, mostrado una desesperante calma chicha una de ellas y evidenciando una evidente descoordinación en sus propuestas las restantes. Se diría que los procesos contra la corrupción preocupan más a los unos que la marcha del Estado, y que los otros andan ocupándose en sus rencillas y diferencias internas mucho más que en los asuntos que nos afectan a los ciudadanos.
Tenemos, sí, un jefe del Estado digno, limitado en su actitud y actitudes por la Constitución y por la propia, quizá excesiva, prudencia de su entorno; y eso cuando no nos recuerdan, con los desplantes de las fuerzas antisistema que gobiernan algún territorio, que la Corona ha dejado de ser algo vigente para estos políticos, mucho más poderosos en sus cantones de lo que en principio podría creerse. ¿Cómo no pensar que el desequilibrado que mora en la Plaza de Sant Jaume, y que aspira a mártir, estará feliz ante tanta incuria veraniega (y no solo, ay, veraniega)?
Me cuesta creer que, en este contexto, alguien sensato y con sentido común, como sin duda es Mariano Rajoy, insista todavía en su vieja táctica --¿o será estrategia?-- de repetir machaconamente que vivimos en un país envidiable, maravilloso, próspero, mientras minimiza al máximo la parte problemática, casi como si no existiera. Y también me resulta difícil soportar la idea de que el principal partido de oposición, y el que le sigue en el espectro de la izquierda, mantengan serios desacuerdos internos sobre la estrategia a seguir, negándose a consensuar un plan con quien, merced a los votos, gobierna.
Y lo peor, ya digo, es que se acentúa, en esta sociedad civil nuestra, la tentación fuguista. Huir hacia la playa, hacia la montaña, al extranjero, lejos, olvidando el latazo que nos dan quienes deberían solucionar los problemas en lugar de crearlos. Y, así, concluimos donde empezamos: habrá marcianos que nos visiten dentro de dos meses y no entenderán nada de lo que esté pasando. Y muchos terrícolas, divididos también como estamos sobre qué hacer, tampoco lo entenderemos.