Hasta hoy, en esta bajada directa a los infiernos, agosto era un sinónimo de vacaciones. Allí, en el otro lado del mundo, donde las ciudades no tienen mar y los aviones son solo un transporte exótico destinado a los grandes viajes, este era el mejor mes del mundo. Antes de caer, lanzarse era más divertido.
Ayer era todo menos denso, el verano olía solo a crema, a cloro y a asignaturas pendientes, y estas eran las mejores cinco semanas del año, cuajadas de planes, de fiestas de pueblos, de amigos de otras ciudades que venían a vernos, o de días de asueto con mis padres y hermanos en las costas valenciana o catalana.
Antes de hoy, antes del calor, del agobio, del tráfico, del ruido, de la suciedad, de las masificaciones, del descontrol y de este foco de luz que nos está cegando poco a poco, agosto era como una corona dorada y perfecta en lo alto de meses oscuros y fríos.
En Burgos era uno de los pocos meses en los que sobraba la manta, aunque no la chaqueta por si la noche refrescaba, y el momento en el que mis padres descansaban a nuestro lado. Hoy, en agosto todos quieren ser invitados en una casa vacía, ocupada solo por arena, cenas frugales y ceños fruncidos. El aire acondicionado es nuestro único cómplice y la música deja de ser una compañía selecta y escogida para imponerse de forma abrupta y grosera en playas, restaurantes e incluso en los pisos de los vecinos, ocupados por visitantes de otros planetas donde la educación y el descanso no existen.
¿Cómo hemos llegado a esto, si antes éramos felices, cómplices y rozábamos el cielo juntos? Hoy tu nombre quema, abrasa, en el sentido más literal de la palabra, y suena tan atronador que solo ansiamos que pase de largo. Tal vez trabajemos demasiado y eso nos ponga tan huraños que obligamos a los turistas a pagar con oro las horas que nos roban de sueño y felicidad. No vemos más allá de este pegajoso calor que nos consume y este círculo vicioso gira, sin darnos aire, para apretarnos todavía más contra el desencanto. No hay nada peor que trabajar sin amor, con hastío y enfado. Eso se nota, se percibe y la gallina de los huevos mágicos comienza a padecer estrés y es menos ponedora que antes. Nos estamos fagocitando. Somos la enfermedad de Ibiza, un tipo de cáncer que está acabando con las células buenas sin que nos demos cuenta de ello ni hagamos nada para detenerlo. El cambio climático secará el planeta y lo convertirá en un desierto pero, antes, nosotros, los de ayer, los de hoy, ya habremos exprimido toda la energía de esta isla mágica que hemos puesto a la venta sin pudor ni cuidado. Si engañas a alguien y le vendes algo por un precio que duplica su valor, ten por seguro que no volverá a confiar en ti y si lo hace, buscará a su vez traicionarte.
Cuando llegué a Ibiza agosto era todavía un mes mágico al que la gente esperaba con cariño, en el que todos se esforzaban por dar lo mejor y donde se llevaba aquello de “es de bien nacidos ser agradecidos”. Las sonrisas silbaban menos y tenían más ojos cerrados a su lado y el escenario era el auténtico, el de verdad, sin más attrezzo que el atrevimiento y la felicidad. Hoy, me da la sensación de que le hemos puesto tantas plumas, lentejuelas y extensiones que apenas se ve su verdadera belleza.
Hoy agosto nos parece un infierno y hay quienes, incluso, enloquecen y atacan la mano que les da de comer, protagonizando actos vandálicos contra autobuses o restaurantes. Si se hubiese mimado más nuestra casa, si la hubiésemos limpiado cada día, no tendríamos la sensación de que está destrozada y sucia. Hay una diferencia sustancial entre tener grandes inquilinos y los peores ocupas y está en nuestra mano volver a abrir con amor nuestras puertas al tipo de “amigos” que merecen entrar en ella. Atacar no es sino iniciar una guerra.
Lo siento mucho, agosto, no sé qué decirte. Todavía te tengo cariño, pero hoy solo quedan cosidas tus letras en la estrofa lejana de una canción de Amaral: No quedan días de verano, el tiempo se los llevó.