Había una vez una ciudad que era próspera, pero que corría el riesgo de morir de éxito y de ocurrencias. Con decirle a usted que a la persona, que tenía un aura legendaria, que regía aquella Villa y Corte se le ocurrió un día, para evitar las aglomeraciones de los súbditos, obligarles a que caminasen por algunas calles en un solo sentido, bien de derecha a izquierda, bien, en la calle paralela, de izquierda a derecha... Los carruajes en aquella ciudad estaban mal vistos, y la persona que regía aquella urbe tenía predilección por los ciclistas, sin importar edad ni condición de los mismos, ni que no hubiese carriles-bici; de manera que, cada día, los ciclistas disponían de más espacio y los carruajes, de menos, mientras los transeúntes se uniformaban, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, ar. Y todos tenían que convivir como podían y Dios les daba a entender.
Aquel día, era un viernes, era particularmente alegre y festivo, aunque le llamaban jornada negra. Los transeúntes desfilaban hacia sus compras no siempre urgentes, felices por el amontonamiento, por lo que ellos llamaban el mogollón y la fiesta, o menudo cachondeo, no olvidando nunca hacer largas colas para participar en sorteos que decían que a alguno de ellos le había tocado en alguna ocasión, deparándole la dicha de alejarse para siempre de aquella ciudad e irse a vivir al mar solitario. Aquel año, sin embargo, se daba una especial incertidumbre acerca de si, en lugar del premio gordo, podría tocarle a los ciudadanos alguna cosa muy gorda, derivada de las aprensiones suscitadas por Lo Único.
Y es que en aquella ciudad todos hablaban de lo que llamaban Lo Único, que era algo que atañía a otra región, cuya Villa más importante estaba regida por otra persona a la que no había quien entendiera del todo, y nunca se sabía si quería separarse del resto del mundo, quizá para ascender a los cielos, o quería ser como el resto del mundo, tal vez para controlarlo. También esa persona tenía aversión por los carruajes, por los turistas, por el gato Silvestre y el canario Piolín y por las luces de Navidad.
Y, como algunos cronistas municipales no querían hablar todos los días de Lo Único, que era algo que tenía al personal hasta los pelos -nunca mejor dicho--, pues se distraían hablando de la pertinaz sequía, o de la Jornada de las Grandes Compras Innecesarias. Pero, sin embargo, todos los ciudadanos querían allí hablar solo de Lo Único, y desdeñaban a quienes, mirando hacia otras cosas, predijesen años de sed, mencionasen la existencia de una cierta corrupción o denunciasen la alienación colectiva, con esas jornadas negras de Gran Consumo, mientras, eso sí, todos desfilaban ordenadamente por el sentido único izquierda-derecha y viceversa.
Y entonces, esas ciudades, a pesar de lo poco que les gustaban a sus magnífic@s rector@s las iluminaciones excesivas, dieron al ‘on' en el interruptor de las luces de Navidad, y todo se pobló de estrellas; y los colapsos, para ver si aquellas luces eran más o menos bonitas que el año precedente, fueron de antología, como ocurría, por lo demás, todos los años.
Y es que, de pronto, junto a eso que había dado en llamarse ‘black Friday', a la ciudad agobiada por la neblina y el ordenancismo le llegó el anuncio -cada vez llegaba antes, debía ser cosa del Gran Tendero- de las Fiestas por antonomasia. Y uno supo ese día, en el que por cierto había limitación de velocidad y de aparcamiento, que no-le-daba-la-gana de volver a escribir sobre Lo Único, aunque mañana seguramente debería volver a hacerlo.
Y uno, entonces, produjo este papel, que hubiera servido para las más duras reflexiones oníricas de los peores Orwell o Huxley, o del más pesimista de los hermanos Grimm. Pero que, sin embargo, se basaba, aquel humilde papel, en la constatación de la más pura realidad, hop, todos por la derecha, ara, todos por la izquierda. La ciudad, como el Rey del cuento, estaba, en verdad, desnuda. Y cada vez más intransitable. Y, pese a todas las ordenanzas, además, irrespirable.