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Opinión | Sara Aguado

Kamchatka

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Recuerdo una película de hace más de 15 años protagonizada por Ricardo Darín en la que había una escena donde el personaje del actor argentino jugaba al Risk con su hijo. Yo era adolescente entonces y más que recordar el largometraje en sí lo que ha persistido en mi memoria a lo largo de todos estos años es el trasfondo de aquella secuencia en la que el hijo le daba una azotaina al padre en este juego de estrategia, dejando el tablero en 49 países a uno. La región que defendía Darín era Kamchatka. No anhelaba conquistar ninguna otra más, invertía todas sus fichas en mantenerla y tampoco tenía otra opción que resistir a la ofensiva porque la rendición no estaba en sus opciones. Esta remota región de la Rusia oriental, célebre por la práctica de deportes de riesgo en sus bastos parajes naturales, simboliza un concepto. La resistencia. Y como cualquier juego de estrategia representa una realidad. Resistir no significa imponer y, de hecho, nada tiene que ver un concepto con el otro.

Como sucede con una lengua minoritaria, por su naturaleza no se impone sino que trata de sobrevivir y de convivir con la cultura dominante. Tampoco resistir significa dar palos de ciego cual ‘borregos' ensimismados en defender una causa perdida porque en todo caso, defender una causa minoritaria no es defender una causa perdida. De hecho, defender causas minoritarias requiere un esfuerzo extenuante, sin reconocimiento y aparentemente baldío, pero cuyo resultado cambia el curso de las cosas. Muchos moradores de la mayoría dominante creen que ese esfuerzo es en vano, absurdo, vacío y promueven esa creencia convencidos de actuar por un bien común, el suyo.

Lejos de la realidad, una lengua es un bien cultural, es la identidad, las costumbres y la forma de ser de un pueblo; si una lengua se pierde, se pierde una cultura. El catalán representa la lengua materna del 40% de los baleares y el derecho a usarla no se mide en mayorías, como el derecho a gobernar una democracia parlamentaria, porque el valor de la cultura no es cuantitativo sino cualitativo. Y desde luego, la lengua no debe reducirse a su empleo ni como arma política ni con el oscuro fin de enfrentar a la sociedad. Ese enfrentamiento ilusorio es el generado por una parte interesada en culpar a la cultura de los conflictos de convivencia y desviar el foco de atención de los verdaderos problemas socioeconómicos o de acceso a derechos básicos (como el de la vivienda). Así que no nos dejemos engañar.

Al final todo tiene una solución menos sangrante, como facilitar el aprendizaje de las lenguas regionales a los funcionarios públicos que se desplazan a comunidades con lenguas cooficiales para su integración o como adaptar las normativas a circunstancias excepcionales como en el caso de la sanidad pitiusa pero, sin duda, pugnar por denegarle al catalán su legítimo derecho a mantenerse como lengua cooficial, como lo son el gallego y el euskera, es denegar un logro democrático solo alcanzado cuando el conjunto de nuestra sociedad es capaz de entenderse. Logros alcanzados cuando es capaz de entender que en la variedad está la riqueza y que la cultura es inclusiva, suma y complementa nuestro conocimiento del mundo. El castellano es uno de los idiomas más hablados de la Tierra, ¿cómo podría sentirse discriminado o amenazado por un idioma minoritario? No tiene sentido y de tenerlo la respuesta está en el tablero porque hay tantas realidades como estrategias posibles. Al final, no se trata de quién debe rendirse sino de saber adaptarse a las circunstancias por el bien común. Ambos jugadores están ya cansados y solo las tablas resolverán el conflicto.

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