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OPINIÓN | Montse Monsalve

Como ser español y no morir en el intento

| Eivissa |

Los ingleses sueñan con ser españoles. Quieren mudar su piel rosada, su flema británica, su gastronomía pobre, su educación impecable y su puntualidad, para alcanzar la felicidad caótica y hedonista de los habitantes de la piel de toro. No podemos decir que no les comprendamos. Vivimos en el paraíso del sol, de las siestas, de la música, de la gastronomía, de la cultura, del buen vino, del patrimonio y de los fines de semana destinados a vivir la vida loca. Cómo no iba el mundo a querer emularnos si tenemos una de las lenguas más ricas del mundo, en la que incluso los insultos pueden ser cariñosos, y somos un país donde los días son sorprendentemente largos. Un lugar bañado por el mar y en el que se funden la noche y el día. Aquí nadie toca una campanita para anunciar el cierre de los bares cuando atardece, no es preciso emborracharse rápido porque la fiesta termina a la hora en la que La Cenicienta perdió su zapato y tenemos una o dos horas para comer cada día, porque es un hábito que disfrutamos en familia, con buenos y sanos alimentos, y tras el que nos repanchingamos en el sofá para bajar calorías y recuperar el aliento. Es normal que periodistas como Chris Haslam publiquen en The Times artículos destinados a dar las claves a sus compatriotas con las que convertirse, como por arte de magia, en buenos españoles. Lo malo es que en su sarcasmo hay hilos muy finos que a veces se funden con la xenofobia, con una falta abrumadora de esa educación de la que presume y con tópicos de hace más de 50 años.

Decir que los españoles somos sucios, gritones, desagradecidos y maleducados es como afirmar que todos los ingleses son gordos, feos, borrachos, horteras, tristes e ignorantes. Querido Chris, no seré yo quien ose a hacer tal afirmación, a pesar de que comparto con usted ironía y pluma sátira. Podría asegurar en este artículo que una de las razones por las que me apliqué con saña en la carrera fue precisamente pasar un verano en la horrible ciudad de Birmingham. Allí trabajé limpiando habitaciones de un hotel donde me pedían que usase como únicas herramientas laborales las toallas sucias de los clientes que las abandonaban, vello púbico incluido, mojadas en un extraño producto sin marca cuya única seña de identidad era una calavera. En aquel bedandbreakfast, donde solo aprendí las palabras que designaban a los elementos de aquel trabajo, descubrí cómo los ingleses no abren la ventana por las mañanas para airear sus habitaciones, comen en la cama, dejan recipientes grasos sobre las colchas, preservativos usados y otros enseres en el suelo y no hacen ni un mínimo esfuerzo por entender a personas de otros países. Si yo no pronunciaba cada palabra de forma perfecta, su respuesta era: «No te entendemos, estúpida española», así, sin tacto ni mesura. En mi entrevista de trabajo me dijeron que era sorprendentemente blanca para ser española, que incluso parecía europea, y que no me preocupase si no tenía papeles, porque me pagarían en negro. La última semana que pasé en aquel infierno, al que juré no volver y tras el que saqué unas notas de infarto, decidieron no pagarme afirmando que yo había robado dinero a uno de los clientes. Mi compañera de faena, una mujer llamada Jane, que tenía 30 años pero aparentaba 50, con el pelo eternamente graso y varios dientes de oro, no creyó nunca que yo estaba allí para mejorar mi conocimiento de su idioma, y me preguntaba cada día si había cometido algún delito y por eso había escapado de mi país. Para ella, que alguien viajase a otro lugar para estudiar era, simplemente, ciencia ficción.

Aquel verano, eso sí, aproveché mi estancia y me recorrí todo Inglaterra. Visité Londres, Gales, Britton, Oxford, Stratford o Leads. Lloré, me reí y crecí, sobre todo crecí. Añoré como nunca a mis padres, me di cuenta de lo que era sentirse «una espalda mojada» y decidí que en España se vive mejor. Aquellos meses de 1999 descubrí que los británicos también saben llegar tarde a las citas, que su forma de vestir carece en muchos casos de coordinación alguna y que su sentido del humor no era tan ácido como presumen.

A pesar de aquella experiencia, que no mejoró mi nivel de inglés, le he de decir a Chris Haslam que no creo que todos sus compatriotas sean como aquellos con los que tuve la mala suerte de toparme, y que incluso hubo veces en las que comí bien, aunque siempre fue en restaurantes hindús. Lo siento, lo del pescado rebozado con patatas congeladas y brócoli no es lo mío.

Verá, Chris, nosotros sufrimos en nuestra isla lo peor de los tópicos que también les persiguen a ustedes. Cuando nos visitan en Ibiza asistimos a pasarelas de personas ebrias gritando por las calles, los vemos atarse a farolas sin ropa, achicharrarse como chorizos al sol en nuestras playas, no molestarse en aprender ni un «hola» en castellano, pretendiendo que les hablamos en su idioma, y comer hamburguesas baratas de extraña procedencia, en vez de bañarse en nuestra cultura y aprender un poquito de ella.

Y a pesar de todo eso, Chris, yo sigo pensando que es posible que usted sea culto, educado, divertido y puntual como el Big Ben. ¿Cómo de otro modo podría usted estar trabajando en una cabecera como The Times? La pena es que no tenga amigos españoles de verdad, esos a los que llama desagradecidos pero que matamos por los nuestros, esos a los que nuestros abuelos, que sí pasaron hambre, como dice en su artículo, y cuya canícula llevamos cosida al DNI, les enseñaron valores. Porque en España sí que hay varios tópicos que se cumplen: somos alegres, leales, divertidos y abrimos nuestras puertas con honestidad a gente de todo el mundo. También somos trabajadores, cariñosos y sorprendentemente creativos, no se vaya usted a pensar.

Me consta, estimado Chris, que ha pedido perdón tras publicar el artículo que hoy me inspira y que ha tenido que cerrar su cuenta de Twitter porque estos borregos hispanos que, ¡oh, sorpresa, sabemos idiomas y lo hemos entendido!, le han recordado que tiene la gracia donde su espalda pierde su nombre. Es probable, además, que usted desconozca más lengua que la suya, por lo que nunca llegue a leerme, por no entender estas letras, pero me gustaría decirle que algunas veces con una disculpa no se desagravia.

No se preocupe, estimado señor Haslam, ¿sabe que es lo que hacemos en nuestro país con gente como usted? Nombrarlos personas non gratas, no abrazarles nunca, porque parece que algo tan bonito y sano también le provoca sarna, y no permitirles entrar en nuestros pueblos. Así somos los españoles, en eso sí que nos parecemos sin distinción, tenemos los ‘cojones' bien puestos.

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