El jueves, cuando aún se desconocía la decisión última del juez Llarena sobre el destino de los independentistas catalanes, un miembro del Gobierno -no, no era ministro, pero sí un alto cargo, y por eso me permito titular como lo hago- se mostraba encantado: «estamos descabezando el movimiento independentista» me comentó, poco después de haber finalizado el debate en el Parlament, donde, cierto es, la palabra «independencia» no fue precisamente la más citada. Nos tienen miedo, argumentaba mi interlocutor gubernamental, sin darse cuenta, quizá, de que eso es lo peor que nos pueden tener: miedo. Por miedo disimulan, por miedo dimiten, por miedo huyen. Y por miedo, la sociedad del resto de España cierra filas, experimenta una indudable involución, simplifica a dos colores todo el arco iris de una realidad que no puede obviarse en la existencia de ‘buenos' y ‘malos'. No, no todo está saliendo bien y el maldito ‘procés' está causando muchos efectos secundarios, que irán apareciendo a corto o medio plazo.
La incertidumbre es el peor ingrediente de la peor política. Y la falta de autocrítica la peor de todas las formas posibles de encarar una realidad. Estamos encantados porque la mitad de los independentistas catalanes puede acabar en la cárcel -cuando muchos deberían estar, en realidad, en un manicomio- y porque las panaderías catalanas siguen abriendo todos los días con normalidad. Yo, personalmente, estaría mucho más contento con menos ruido en las calles, menos reclusos en las cárceles, mucho menos barullo en los altavoces y en los micrófonos y menos palabrería -y más soluciones- en el Parlament: menuda sesión nos dieron los unos, los otros y los de más allá este jueves.
Estoy más cercano a las tesis de Iceta, el líder del PSC, que a otras que escuché en la tarde del jueves en la sede del Legislativo catalán: más vale un abrazo que un portazo. Pensar que los del lado de acá -y yo, lo advierto por si los inquisidores, soy radicalmente antiindependentista--- tienen, tenemos, toda la razón, y que la insania rige exclusivamente en el otro lado del Ebro es nocivo y, además, falso: en todo divorcio el otro tiene una parte de culpa, todo es cuestión de porcentajes, no hay cientos por cientos de culpa en un solo lado.
O cambiamos el chip de felicidad porque el brazo togado está deteniendo, por sí solo, el ‘procés' hacia la secesión, o mal iremos. Y allá vamos, este sábado, de nuevo hacia una sesión en el Parlament en la que veremos caras nuevas, pero no diferentes. Porque no hemos sabido, entre todos, construir una realidad diferente, de abrazos y acercamiento más que de hostilidad y proyectos imposibles. Y la independencia es imposible. Lo mismo que la victoria por goleada. Al menos así lo pienso yo, señor ministro, y conste que estoy, faltaría más, de su lado.