Mi edificio anda estos días abierto, cercenado y socavado por tres costados. Tiene laceraciones frente a los portales, la calle que lo sustenta rota, y los accesos cortados. Está rodeado de camiones, de excavadoras, de conos y de aperos, y abotargado por el ruido.
Acceder a él es una misión compleja y su garaje ha sido mutilado por la salida de emergencias para que los coches puedan al menos darle sentido, expuesto las 24 horas del día a merced de quien quiera profanarlo. La banda sonora continua que lo hace bailar cada mañana tiene tintes de motores, pitidos de máquinas, gritos de operarios y quejidos del suelo revolviéndose contra su destino.
Todo comenzó hace un año. Lo que parecían unos trabajos sencillos para evitar los efectos colaterales de la temida gota fría se convirtieron en una piscina al inframundo en la que introdujeron grandes bloques de hierro. Nunca se terminaron porque la temporada les cogió sin previo aviso, y parchearon aquel acceso al infierno con un asfalto de mal calado y unas planchas metálicas cuyo traqueteo despierta cada noche y asusta de forma continua a los moradores que poblamos la zona. Desde entonces los cortes de luz regulares son el pan nuestro de cada día. Nadie sabe decir a qué se deben, pero hubo días en los que cada tarde, a las seis y cuarto, la corriente se esfumaba.
Hace unos días nos cortaron además el agua. Primero fue un lunes, después un martes y, ante nuestras llamadas, el miércoles tuvieron a bien dejarnos un cartel de alerta en el portal. Nos estamos acostumbrando a esto de ducharnos rápido por la mañana, por si regresan, y a hacer uso de las instalaciones del gimnasio por si al volver por la noche no pudiésemos sacarnos el estrés y el sudor de encima. Hubo un día en el que coincidieron sendos cortes y nos sangró el enfado.
Nadie acierta a decirnos muy bien en qué mejorarán nuestras vidas estas obras. Unos afirman que nos están metiendo el gas, otros que están protegiendo nuestras casas de posibles inundaciones y ayer, ante mi insistencia de periodista, los dos únicos trabajadores de este desaguisado me dijeron que eran “labores de saneamiento” y que durarían “un mes, dos o los que tuviesen que durar”, pero que el grueso de la obra tenía dos años de duración estipulada. Acto seguido se dieron la vuelta y continuaron a lo suyo, estudiando en qué nuevo recodo hundir sin tregua la pala de su excavadora.
Mi calle es hoy un contrasentido. Entrar cada día en ella es someterse a una pista de pruebas, a una yincana de trampas, a un ir y venir de coches sin rumbo que no entienden por dónde salir y por dónde regresar. Dice mi novio que no tengo paciencia y que las obras siempre se hacen por algo; que al final a todos nos beneficiarán… pero, mientras, no puedo dejar de oír el llanto apagado de mi casa mancillada, en una salmodia que alimenta una mezcla de frustración y enfado que no se apaga.