Es una isla, Formentera, que he frecuentado mucho desde hace treinta años. Los primeros años iba a sus playas desiertas, sus salinas rosadas y a ver en bici alquilada a Gabrielet, que tenía su taller pictórico-cerámico-picassiano, y sus excelentes botellas de vino, en aquel chambado que está ya camino de La Mola donde también visitaba a Ricardo Potchar que entonces traducía las obras de Leonardo Sciascia y a Juana, también escritora y autora de muchos libros de cocina.
Era entonces y sigue siendo Formentera, un paraíso. Lo fue siempre, por ejemplo en el «Diario curioso-erudito» (Madrid, 1772) se lee que «Formentera tiene abundancia de frutos y no tiene animal alguno ponzoñoso». También fue un lugar de destierro habitual en la España que luchó contra Fernando VII.
En 1814 un furibundo fernandino se refiere a un liberal diciendo que lo mejor es que lo ahorquen «o se le destine a la isla de la Formentera o isla de los borricos». Cuatro años después, 1818, en el Almacén de Frutos Literarios el panorama de Formentera se complica. Un poeta ripioso escribe en aquel periódico «Ibiza luce airosa / puerto de mar a oriente descubierta: / Formentera hacia el sur, / isla fragosa / por sus muchas serpientes está desierta». Ya ven ustedes cómo volaba la imaginación respecto a Formentera, isla bastante desconocida fuera del ámbito pitiuso.
Estamos ahora en 1861, en la revista La Aurora de la Vida se señala que el puerto de Ibiza es cómodo y en el caso de Formentera que la isla es fértil, no como la Dragonera y Cabrera. En el Boletín de la Comisión del Mapa Geológico de España se describe a Formentera como ínsula de suelo arcilloso y se describen las salinas ibicencas como «pantanos que en invierno se llenan naturalmente».