No sé si habréis reflexionado mucho esta pasada noche sobre a quién votar. La campaña electoral ha supuesto un empacho emocional –no tanto ideológico— que ha dejado fritos a dudosos e indecisos. Quién se haya acostado soñando con la jeta de algún candidato habrá pasado de la pesadilla a la fantasía inconfesable a lo largo del ciclo onírico.
Al despertar, si todavía no tiene claro el voto y el dinosaurio de la duda sigue allí, hará malabarismos mentales entre una botella de champagne, un zumo de remolacha o un Bloody Mary, para sentirse un libre pensador de la Atenas de Pericles; y marchará tambaleándose a la mesa del colegio donde depositará el voto que le permite creer que puede cambiar las cosas a mejor o a menos malo, como aseguran que es la virtud del sistema democrático.
Los cínicos de la escuela de Diógenes posiblemente votarán en blanco, con la sola ilusión de que, sea quien sea el ganador, les dejen seguir tomando el sol. Tanto los creyentes emocionados como los vulgares mercenarios que se casan con un partido o un candidato en cuestión, votarán convencidos y harán proselitismo en la cola. Los hay que votarán con la cabeza, con el bolsillo, con la bragueta o con el corazón, según sea su orden moral o expectativas ondulantes. Pero los dudosos que todavía no saben qué hacer, llevarán más de una papeleta en la mano temblante y, una vez ante la urna, esperarán la súbita iluminación que guíe su disputadísimo voto.
Naturalmente que hay mucho en juego y una alta participación garantiza que luego se exija más a los que mandan. Ojalá que los indecisos acierten y España gane.