Algo huele a podrido con los desmanes arquitectónicos en demasiados edificios públicos de las Pitiusas. Cuanto más caros y modernos, peor funcionan. El Conservatorio hace aguas y los virtuosos utilizan el cello a modo de piragua; el gigantesco Can Misses, entre otras incomodidades que pudieron preverse fácilmente, sufría de invasiones de moscas en sus quirófanos; y ahora es el flamante edificio que alberga la Justicia (chamuscada hace un año, el sabotaje continúa), en el que se denuncian humedades y los forenses, relegados al sótano, están que trinan.
Hay una falta clamorosa de planificación en lo que se refiere a construir con ese dinero público que una memaninistra sentenció que no era de nadie. Debería escucharse más a los técnicos y profesionales que trabajan en su interior. Y, si algo no funciona, deben exigirse responsabilidades. Como pasa en la esfera privada.
Y en cuanto al tan cacareado cambio climático, muletilla de cualquier burróctata cuando no sabe qué decir, lo primero que habría que hacer es ponerse manos a la obra para frenar la espantosa contaminación de los emisarios en la mar pitiusa, que destruyen la posidonia y provocan el cierre de algunas playas por pestilente insalubridad. Y también solucionar las criminales pérdidas de agua –uno de cada tres litros de agua potable se pierde—, a causa de unas infraestructuras obsoletas a las que nadie pone remedio.
La cosa pública necesita enfocar mejor los problemas importantes, dejarse de florituras demagógicas ( «¡No se duchen más de cinco minutos!») y, si algo no funciona, aceptar su responsabilidad. Lo que se hace en cualquier empresa que quiere sobrevivir. Debemos exigirles mucho más.
Todo fachada para quedar bien. Luego peor que comprado en los chinos.