Hospitales que se construyen en diez días, calles vacías en ciudades fantasma y militares sacando de sus casas a quienes se aferran a los marcos de las puertas para no ser ingresados contra su voluntad. Drones que vigilan y alertan a quienes osan salir a la calle sin protección. Supermercados sin género y mascarillas que se agotan en todos los rincones del mundo. Acúsenme de haber leído demasiadas novelas y de ser adicta a las series de distopías, pero si este artículo fuese un guion televisivo relataría que el coronavirus es la nueva fiebre española o, lo que es lo mismo, una pandemia llamada a diezmar a la población mundial. Por si así fuese, y mientras contrasto informaciones diversas para escribir esta columna, he decidido cancelar mis pedidos de Amazon procedentes de China, dejar de atiborrarme a comida asiática y retomar la ingesta diaria de mis vitaminas para evitar que esa tiara se cuele en mi organismo.
Comencemos desde el principio. El 31 de diciembre se detectaba en Wuhan, una ciudad que muchos no sabíamos ni ubicar en un mapa, el primer caso de coronavirus. Las últimas cifras oficiales nos dicen que desde entonces se ha cobrado más de 1.500 vidas y que el número de afectados supera los 65.000. Aunque su rumor suena muy lejos, comienza el goteo de infectados en todo el planeta. Sin ir más lejos, en la vecina isla de Mallorca tenemos ya un caso.
Aunque la OMS y todos los gobiernos aseveran que tienen información «muy precisa» sobre este brote y que no temen que se esté ocultado información, hay otras fuentes, como el cirujano Pedro Cavadas, que dudan sobre la veracidad de estos datos oficiales filtrados por China. Esta eminencia médica recuerda que la transparencia no es la principal cualidad del ejecutivo de este país y que la virulencia de esta nueva plaga es mayor de las que hemos conocido en décadas. Y es que aunque la mortalidad del coronavirus oscila entre el dos y el tres por ciento de los infectados, según las mismas fuentes, una tasa menor de la de la gripe común que está entre el tres y el cuatro por ciento, ¿por qué entonces vemos cómo distintas ciudades asiáticas se han convertido en auténticos desiertos? La respuesta nos la da el polémico millonario Guo Wengui, quien denuncia que hay más de 50.000 muertos, 1,5 millones de personas contagiadas y que se están quemando 1.200 cadáveres diarios.
Otra de las noticias que circulan por las redes es que el coronavirus es, realmente, un arma biológica, tal y como ha esgrimido un senador de Trump, y que su origen está asociado con uno de los mayores filántropos mundiales: Bill Gates. Al parecer, el empresario y fundador de Microsoft lo habría fabricado en colaboración con un laboratorio británico para frenar a las «élites globalistas» a las que se enfrenta Occidente.
Otra de las fake news que podemos encontrarnos es que, como ocurriera en 1938, cuando Orson Welles puso el mundo patas arriba al provocar el pánico anunciando el fin del mundo, serían los medios de comunicación quienes se habrían inventado esta patraña y al final el coronavirus no sería más que una cepa un poco salvaje de la neumonía de toda la vida.
Lo cierto es que su periodo de incubación ha pasado de dos semanas a 24 días y que con el paso de las semanas su índice de contagio no solamente no ha disminuido sino que continúa aumentado, a pesar de las increíbles medidas de seguridad implantadas. A día de hoy no se sabe todavía cómo combatirlo y se tardarán aproximadamente 18 meses en tener una vacuna efectiva aunque son 168 laboratorios los que están trabajando de forma coordinada para encontrarla. Por cierto, que ese es otro de los bulos que circulan, que son, precisamente ellos, los laboratorios, quienes habrían montado este tinglado para forrarse a costa de nuestros miedos.
Hasta aquí sinceramente no puedo decirles nada más, que lean mucho para que nadie les engañe y en muchos medios, que no hagan caso de las falsas noticias de las redes sociales y que sigan los consejos que sus madres les han dado toda la vida: coman bien, no toquen a extraños y lávense mucho las manos.