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2º domingo de Pascua (Jn.20,19-31)

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Jesús Resucitado se apareció a los Apóstoles al atardecer de aquel día, el siguiente al sábado, y, a los ocho días, se les apareció otra vez. Los envía por el mundo a llevar la salvación como el Padre lo envío a él y les da potestad para seguir haciendo presente la divina misericordia en el perdón de los pecados.

San Pedro, en la segunda lectura, nos dice que, mediante la fe, estamos protegidos con la fuerza de Dios. El apóstol añade: No habéis visto a Cristo y creéis en él y así os alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe: la salvación de nuestras almas. Jesús dijo a sus discípulos: La paz sea con vosotros. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Momento de profunda alegría y admiración. Como el Padre me envío así os envío yo. Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados, a quienes se los retengáis, les son retenidos.

La Iglesia siempre entendió que fue comunicada a los Apóstoles y a sus legítimos sucesores la potestad de perdonar y retener los pecados. El sacramento de la Penitencia es la expresión más sublime del amor y la misericordia de Dios con los hombres.
Los Papas han recomendado con insistencia que los cristianos sepamos apreciar y aprovechar con fruto este sacramento.

El apóstol Tomás no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le comunicaron: «Hemos visto al Señor». La respuesta fue la siguiente: Si no veo la señal de los clavos en sus manos, no creeré.

Jesús se presenta nuevamente a sus apóstoles, se dirige a Tomás, le enseña sus manos y costado, y el apóstol dice: ¡Señor mío y Dios mío! Porque me has visto, has creído. Bienaventurados los que sin haber visto han creído. Tomás, como todas las personas, necesitó de la gracia de Dios para creer. Las Verdades de Fe se transmiten normalmente por la palabra, por el testimonio de otros hombres que, enviados por Cristo y asistidos por el Espíritu Santo, predican el depósito de la fe (Mt.16,15-16). Las palabras de Tomás no son una simple exclamación, se trata de una afirmación profunda, un acto maravilloso de fe en la Divinidad de Jesucristo.

¡Señor mío y Dios mío! Estas palabras constituyen una jaculatoria que han repetido con frecuencia los cristianos, especialmente ante la presencia real y verdadera de Jesucristo en la Sagrada Eucaristía. Es evidente que la fe, virtud teologal, trata sobre las cosas que no se ven, pues las cosas que se ven ya no son objeto de la fe, sino de la experiencia.
Debe ser causa de gran satisfacción y alegría para nosotros los cristianos las palabras del Señor: «Bienaventurados los que sin haber visto han creído».

Cristo hace alusión a todos los creyentes en Él que confiesan con el alma al que no hemos visto en su santa humanidad. Santo Tomás vio a Jesucristo hombre verdadero y le reconoció como Dios verdadero. Creo en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.

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