La caliente y callejera España ha vivido el confinamiento más duro del planeta virus fuera de China. Tras unos inicios de criminal negligencia por parte del gobierno, las medidas restrictivas superaron los límites totalitarios del sueño democrático. La excusa es la de siempre: como hay ciudadanos irresponsables, hay que fastidiar a toda la sociedad con leyes y decretos muy duros –a menudo contrarios al sentido común— que cortan derechos y libertades fundamentales. Es el viejo pulso entre libertad y seguridad.
El uso compulsivo de mascarilla (incluso en espacios abiertos) que se inicia mañana es polémico. Se apoya en la propaganda del miedo –tan efectiva en cualquier dictadura—, asustará a posibles visitantes y hará la vida más incómoda a los residentes, a los que no se reconoce sentido cívico ni responsabilidad. Es además una nueva muestra del vaivén de las veletas políticas, tan volubles como poco voluptuosos.
La distancia de seguridad y hábitos de higiene ya no bastan. La mascarilla –el nuevo atrezzo de moda— se deberá usar incluso al pasear de madrugada por una calle solitaria. Que aconsejen entonces que hay que cambiarla o lavarla al cabo de unas horas, pues es un foco bacteriológico tremendo.
El puto virus es una amenaza para la democracia y nos acerca esa sociedad profiláctica que sueñan los nanotecnólogos. Relaciones virtuales, onanismo cibernético, aniquilación de la coña fresca y marinera… Ya quieren implantar el chip en nuestros cuerpos, el control absoluto anunciado en el famoso: «Sé todo lo que haces, dónde te encuentras en cada momento, y lo que dices».
La tragedia vivida ha dejado a España triste y turulata, pero hay que estar despiertos y denunciar los abusos y desmanes del poder.