Aquí no pasa nada. Los manteros siguen ofreciendo bolsos falsificados, pareos y pulseras, los vendedores ambulantes de fruta gritan a los cuatro vientos las bondades de sus refrescantes productos, mientras que otros muestran sus neveras cuajadas de cervezas frescas rompiendo la banda sonora de las olas al lamer la playa. Yo solo quiero que me dejen terminarme “El Pintor de Almas” y que regrese el silencio. De pronto aparecen dos chicas con un altavoz por el que exhalan canciones de dudoso gusto y que plantan junto a mi toalla un improvisado desfile de moda. Levanto la vista de mi libro y chasqueo la lengua. “Si te molestamos, nos ponemos en otra parte”, esgrimen al leer mi rictus. La respuesta es “sí. Sí que me molestáis, pero no solamente a mí, sino a todos los que contribuimos con el Estado y hacemos las cosas bien. ¡Claro que me molesta que vendas ropa ilegalmente en tiempos de pandemia sin ningún tipo de control y que un grupo nutrido de turistas sin mascarillas te rodeen invadiendo mi espacio y poniéndome, además, en peligro! Lo cierto es que sí, me molesta que no te sonrojes al exhibir al “módico” precio de 80 euros ese vestido sin declarar y cosido por los dedos rápidos de algún niño de un país remoto, mientras que tengo amigos que se las están viendo canutas para mantener a flote sus tiendas”. Pero no digo nada e intento concentrarme en un capítulo que se me empieza a atragantar. Una de ellas despliega su puesto y se ve rodeada por un nutrido grupo de curiosas que se lanzan a manosear las prendas y a probárselas en el mismo instante en el que su compañera se calza un blusón negro con el que finge recorrer una improvisada pasarela por la orilla. En cuestión de 15 minutos ya han hecho su particular agosto y se marchan a otra playa.
Una mujer embarazada pregunta el precio de un vasito donde nadan pedacitos de sandía, de coco y de piña. Cinco euros que llevarse a la barriga y cero controles sanitarios. Me levanto y me voy al agua para no ver más y para escuchar menos.
Las imágenes se intercalan en mi cabeza, mientras buceo, con las conversaciones en las que algunos afirman que hace tiempo decidieron no seguir las noticias porque siempre son malas. Esa pareja que aseguraba que nos estaban engañando, que todo era un plan urdido por las grandes potencias para controlarnos y que usar mascarillas era peor para nuestra salud que exponernos a un virus mortal. Buceo más rápido. El mar sigue en calma y los peces me saludan a su paso sin este miedo y sin entender tampoco nada. Los barcos han vuelto a pintar de blanco el horizonte y en puertos y aeropuertos ya ni siquiera hace falta mentir en un cuestionario. Aquí no pasa nada.
Sabemos que si nos vuelven a confinar se acabará el juego y nos embozamos cada mañana con la indignación tácita de los que se cruzan con demasiadas personas que no siguen las reglas y saltan de casilla en casilla por encima de nuestras cabezas. Somos comisarios, jueces y policías, tal vez porque nos faltan, porque no los vemos, porque nos imponen normas que no se vigilan, ni protegen y que nos hacen sentir cada día un poco más indefensos y más pequeños ante la pasividad de esos rostros baldíos.
Me seco al sol y recogemos nuestros aperos para ir a comer a un restaurante. El propietario indica a un turista que debe llevar mascarilla para poder entrar, el otro hace como que no le entiende. Se lo repite en inglés mientras le enseña el cartel. Sube los hombros y le dice que no tiene, que le dé una. El propietario le indica que en ese caso no puede acceder y el hombre le aparta. Aparece otro compañero más grande y le frena el paso. Al final tienen que darle una higiénica que se pone durante escasos 2 minutos. Lo veo dos horas después brindando borracho por una isla que no le importa y por un mundo al que tampoco aportará nada.
Este es un año para gastarnos los cuatro duros que nos han quedado en casa. Nuestra economía está herida y los de aquí, los que sí que pagaremos dentro de una semana un buen pico en impuestos, no vamos a marcharnos. Hemos decidido dejar en Ibiza y en Formentera el fruto de nuestro esfuerzo, al menos hasta que nos encierren de nuevo, porque viendo el percal que se presenta más allá de las páginas de este libro que he conseguido terminarme, aquí parece que no ha pasado, ni pasa, nada.