El Evangelio vuelve a hablar de otra parábola. La de los invitados a las bodas. Se celebraba una gran fiesta. Se trataba, nada menos, de una real. Se casaba el hijo del rey. Todo estaba espléndidamente preparado. Había una gran abundancia de exquisitas viandas. El rey mandó a sus criados para decirles a los convidados: tengo preparado el banquete, venid a la boda. Un gran número de invitados rechazaron la invitación real, no quisieron asistir al banquete. Unos invitados se marcharon a sus campos, otros no fueron por atender sus negocios, los demás echaron mano a los siervos, los maltrataron y dieron muerte. La boda, dice San Gregorio Magno, es la boda de Cristo con su Iglesia. El traje de bodas es la virtud de la caridad. El que tiene fe en la Iglesia pero no posee la caridad será condenado el día en que Dios juzgue a cada uno. El Concilio Vaticano II nos recuerda la verdad de los novísimos. El Señor nos advierte de que estemos vigilantes contra las acechanzas del demonio. Jesús nos avisa que debemos estar preparados porque no sabemos ni el día ni la hora en que se seremos juzgados, recibiendo cada uno premio o castigo por lo que hayamos hecho.
Estas palabras no son contradictorias, porque es un hecho consolador que Dios Padre quiere la salvación de todos. Jesucristo en su Amor por los hombres, busca la conversión de cada alma con infinita paciencia hasta el extremo de morir en la cruz. Cada uno de nosotros podemos afirmar con el Apóstol que Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros como oblación y víctima (Gal. 2, 20). No obstante, Dios, en su infinita sabiduría, respeta la libertad del hombre, que tiene la posibilidad de rechazar la gracia. Si queremos entrar con Cristo a las bodas, merezcamos ser contados entre los elegidos.