Hoy los restos de una mascarilla abrazada a una botella de plástico me han hecho evocar el final del Planeta de los Simios, cuando el protagonista descubre que su mundo ya no es el mismo a través del cadáver de una muñeca herida junto a los restos de la Estatua de la Libertad. Siento el spoiler para quién haya osado no ver esta película del 68, pero necesitaba una metáfora que explicase dónde estamos y a dónde vamos sin remedio.
Esta obra maestra del cine nos alertaba hace décadas de la capacidad de destrucción de la especie supuestamente más elevada de la Tierra, la misma capaz de pisar la Luna, mandar una sonda esta misma semana para extraer material de un meteorito o vender viajes espaciales mientras indaga en la forma de colonizar Marte. Somos primates que investigan con otros primates queriendo curar enfermedades o conseguir cremas capaces de detener el tiempo, lobos para sí mismos y destructores sin medida de bosques, de mares, de ríos e, incluso, de otros pueblos. Somos los demonios de ojos claros de los que es mejor no fiarse y que se traicionan entre ellos, como nos describían en la primera película distópica que recuerdo, y seres capaces de crear cosas extremadamente hermosas para después arruinarlas sin remedio. Somos los únicos mamíferos capaces de apreciar el arte: de componer canciones, de escribir libros o de dar vida a obras, edificios y elementos mágicos y, sin embargo, somos también los mismos que asesinan a un profesor por defender la libertad en su clase, capaces de matar por celos o de deforestar un paraíso entero.
Hoy nos protegemos de un virus, que puede que hayamos creado nosotros mismos, con bozales que después tiramos sin tiento para ahorcan a tortugas o a gaviotas como preludio de un final que cada día está menos lejos.
Hay voces que afirman que nuestra era ha llegado a su fin, que o cambiamos nuestra manera de comportarnos con el entorno o llegará un día en el que nos despertaremos sin reconocerlo y sin conocernos. Son también las mismas que ya nos chillaban antes de todo esto intentando abrir nuestros oídos llenos de suciedad, de pereza y de ambición. Tal vez ha llegado el momento de pararse a escucharlas.
Mientras el circo continúa atronando en un Congreso donde quienes deberían salvarnos se lanzan cuchillos entre ellos, aprobando medidas que se saltan sin el menor pudor para tomarse dos copas de más, nosotros, los que vemos cómo extienden ese humo para no dejarnos ver, intentamos abrir mucho los ojos. Ellos, que piden perdón a medias y no conocen la palabra “dimisión”, se aferran con uñas y dientes a sus poltronas y se suben los sueldos mientras los de abajo nos hundimos sin remedio.
Hay artículos incómodos, noticias que les molestan, libertades que les pican y derechos de los que pretenden despojarnos. Hoy nos acarician las heridas intentando convencernos de que necesitamos que piensen por nosotros y que nos apliquen un toque de queda, porque nuestra estupidez nos impide ser lo suficientemente inteligentes como para distinguir lo correcto de lo incorrecto, cuando el mejor antídoto es aplicar simplemente nuestro propio sentido común y coherencia. Solo siendo responsables, solidarios e inteligentes evitaremos que vengan otras limitaciones, como las que ya nos pusieron cuando teníamos tanto miedo que no les veíamos bien los ojos, para evitar que un día nos despertemos con la sensación de que este planeta ya no es nuestro y que no somos sino las mascotas de otros perros.
¿Recuerdan la Ley Seca, los días en los que policías y guardias civiles daban miedo, los tiempos en los que tener un trabajo y poder comer eran privilegios y donde el estado del bienestar era solamente un cuento? Está en nuestras manos que solo sean recuerdos.