Una vez me desmayé en un bar. Bebía una triple vodka con zumo de pomelo de Buscastell y unas gotas de angostura cuando una tremenda mulata, desafiando las leyes de Newton, saltó a mi regazo con la ingravidez de una estrella del ballet cubano de Alicia Alonso. Nos despeñamos al suelo desde el alto taburete y gané formidable chichón, pero protegí en mis brazos a la morena Paulova y no derramé una gota del cocktail. Fue una proeza olímpica alabada por la clientela del bar Kantaun y su propietario el sátiro de Benimussa, mi amigo Vicent.
Regresé con cierta ayuda a la verticalidad. Pero al cabo de unos minutos me desplomé al suelo, esta vez en solitario, perdiendo la consciencia. ¡El chichón había actuado en diferido! Afortunadamente estaba en territorio amigo y fui bien cuidado hasta recuperarme.
A la hora del aperitivo del día siguiente, cuando relaté lo sucedido en un bar de diferentes latitudes ibicencas, nadie me creyó y fui objeto de burlas por mi hándicap alcohólico. Algo semejante le ha ocurrido a la presidenta Francina Armengol, pillada de farra en un bar mallorquín y burlando el toque de queda en medio de esta abominable dictadura vírica. En su defensa alega el desmayo de un acompañante, pero nadie la cree. Eso de que los borrachos dicen siempre la verdad, in vino veritas, se acepta en medio de la curda pero no a la hora de la resaca. Pero lo más fascinante fue el alegato de la consellera de Salud: «Cada uno en su tiempo libre tiene derecho a hacer lo que considere».
Aquí no dimite ni el tato y encima nos cierran los bares. ¿Govern de borrachos? Más bien de hipócritas.