El Evangelio de hoy nos habla de la curación de un leproso. En el A.T. la lepra se veía un castigo de Dios. ( Num. 12,10-15).
El desaparecer esta enfermedad se consideraba como una de las bendiciones de la época mesiánica. El pasaje nos muestra la oración, llena de fe y confianza, de un hombre que necesita ayuda. El enfermo se dirige al Señor, se arrodilla ante él y le dice: Si quieres puedes limpiarme. Jesús extiende la mano y le dice: Quiero, quede limpio. Al momento desapareció de él la lepra y quedó limpio. Mira, le dijo Jesús: no digas nada a nadie, pero el que había sido curado comenzó a proclamar y a divulgar la noticia. En esta escena del Evangelio nos debe admirar el proceder de aquel hombre. Ante Jesús se arrodilla postrándose en tierra. Era una demostración de fe y de humildad y de vergüenza el hecho de postrarse en tierra para ocultar las llagas de su cuerpo, el leproso sabe que necesita de Jesús. Por su enfermedad vivía aislado, y no debía ni podía acercarse a las personas sanas, por su condición de leproso. El Señor, compadecido, extendió su mano y le tocó, al momento desapareció su enfermedad.
La vergüenza no le impidió acudir al Divino Salvador. Nunca debemos temer ir al Señor. Sabemos que Jesús nos acoge con cariño y cura las llagas de nuestra alma. Para ello, el Señor ha instituido los 7 Sacramentos. Es una verdad de Fe el “perdón de los pecados”: Dios siempre perdona si estamos verdaderamente arrepentidos. El Hijo de Dios pagó con su sangre las deudas debidas por nuestros pecados. El Corazón de Jesús, rico en misericordia, ha instituido el sacramento de la Penitencia para que tengamos la certeza de su perdón y de su amor. Al contemplar a Cristo crucificado- víctima de propiciación por nosotros pecadores- tenemos la satisfacción del perdón de Dios. Dios envió a su Hijo al mundo no para condenarnos sino para salvarnos a todos. Cristo me amó y se entregó a la muerte por mí. Señor, gracias por tu perdón y por tu amor.