El nuevo horario de los bares ibicencos es como un coitus interruptus. Con una vara de mimbre obligan a cerrar a las cinco de la tarde por eso de los pitones envenenados del virus, cargándose la civilizada sobremesa y la ceremonia del café, para luego reabrir de ocho a diez. Eso supone un anticlímax que fuerza a malabarismos con el personal y jugar perversamente con los santos bebedores, hoy estigmatizados como irresponsables imberbes en el patio de colegio de la dictadura vírica.
Ibiza es la isla más castigada de Baleares en materia de unas restricciones que semejan harto caprichosas. Y da igual lo que digan sus autoridades (que tampoco protestan muy alto), pues el rodillo mallorquín dicta a su antojo sin tenerlos en cuenta. Cosas del centralismo baleárico donde hoy manda la gran desnuda-gymnesta.
Es una dura reeducación de los hábitos ibicencos. Si la regla del whitehunter es no beber hasta la puesta de sol, por eso de la carga del búfalo o el zarpazo del león que derrama lágrimas doradas, en la Ibiza del toque de queda nos despertamos antes para llegar al oasis del bar, charlar y no volvernos locos en el desierto de la pandemia. La consecuencia, además de la ruina de tantos garitos valientes que se atrevían a abrir en invierno, es que se empieza a beber mucho antes y los horarios fenicios se europeízan.
A estas alturas ya sabemos que la esquizofrenia horaria solo se relajará con la llegada de los turistas, lo cual es una suprema hipocresía y un culto descarado al becerro de oro de los grandes capitales. Como en el poema de Kavafis, serán los bárbaros quienes traigan la salvación a los hosteleros resistentes.
Mientras tanto, bares y restaurantes deben aguantar lo inaguantable.