Viendo a Annie abrir mucho la boca y cerrar con fuerza los ojos para hacer desaparecer un trozo enorme de sandía no pude evitar soltar una carcajada. Dentro de esa risa sonora, libre y sencilla me vi a mi misma secuestrando un bote de leche condensada, intencionadamente escondido en un lateral del frigorífico, para verter generosamente su contenido sobre esa fruta con aroma a verano. La sandía con leche condensada se convirtió en mi desayuno preferido en esa época en la que pierdes los dientes y te nace la vergüenza.
Yo, en el fondo, no debería haber abusado de aquella mezcla, no solo por extraña, sino porque ya era entonces intolerante a la lactosa, pero por algún caprichoso designio de la naturaleza decidí incluirla entre mis alimentos «permitidos», junto con las natillas, las copas de nata y chocolate, y la mayoría de los helados. Así, algunos domingos y días de fiesta, cuando mi madre decidía que nos merecíamos un postre especial, aparecían sobre la mesa aquellas delicias como por arte de magia tras la carne con ensalada o el arroz con sobras de mi padre para hacerme abrir mucho la boca y cerrar con fuerza los ojos aferrada a una cuchara o a un trozo de Comtessa.
Annie me miró y se rio conmigo sin saber muy bien por qué y sin que eso importara. Tiene solo tres años y es tremendamente empática y algo loca. Hubo una noche en la que le mandé una canción de buenas noches que a ella le pareció tan triste que se puso a llorar desconsolada. Su madre me pidió que pasase a su casa para explicarle que estaba bien y que aquella melodía no representaba mi estado de ánimo, así que desde entonces siempre le canto temas de Alaska para que baile y sienta que yo tampoco quiero más dramas en mi vida. Annie y July, nuestras ahijadas y vecinas, tienen la cualidad de trasladarme a la infancia cada vez que estoy con ellas, y de su mano puedo sentir e incluso oler aquellos días en los que todo era un juego y nada duraba para siempre. Saltar, ir a la piscina, dormir la siesta, dibujar con acuarelas hasta mancharte incluso las cejas o dedicar una tarde entera a ver aviones pasar eran también mis pasatiempos preferidos.
Últimamente recuerdo mucho otros veranos, aquellos en los que comer sandía fresca y pelearme con mis hermanos por la zona del corazón, libre de pepitas, era un ritual diario. Las tortillas de patata en los tápers de aluminio, donde se mantenían calientes junto con los escalopes de ternera empanados, eran junto con la ensaladilla rusa y el salpicón de marisco los manjares perfectos para disfrutar de una jornada de agua, ya fuese en La Calabaza, en La Costaján, en un pantano, en un río o en la playa. Todo daba igual si íbamos juntos toda la familia y nos juntábamos, como hacemos ahora, con amigos o vecinos convertidos en familia por elección de vida. Las ampollas sempiternas que me provocaban aquellas cangrejeras azules con purpurina, ese bañador de colores con falda a juego y el dibujo de una guitarra, el flotador de cisne siempre pinchado, el balón de Nivea, dos coletas caídas y kilos de crema a granel repartidos en los hombros hacían de aquellos veranos historias que casi puedo tocar cada vez que abro los frascos de mis recuerdos.
Mi madre me contaba historias sobre otra infancia, la suya, en la que no había una nevera llena y tenían que pelearse por mojar el pan y el hambre en un único huevo frito para toda la familia. Ella pinchaba con un alfiler el bote de leche condensada que también escondía su madre, igual que ella, y lo chupaba flojito para que no se notara que bajaba. Tal vez por eso disfrutaba yo tanto en aquellos veranos de aquel líquido espeso y empalagoso bañando mi fruta matinal. Hoy el calor es denso y dulce como aquella crema y yo voy a abrir mucho la boca y cerrar los ojos para comérmelo a mordiscos.