Hace unos días acompañé a mi madre a que le arreglaran una muela que se le había roto. Eran las 13.30 horas más o menos cuando la recogí y el calor arreciaba. Entonces, en un semáforo en rojo y entre coches de alta gama y furgonetas con cristales oscuros apareció discreta, como una sombra, la presencia pequeña y sigilosa de un hombre vestido apenas con una camiseta de tirantes verdes y un bermudas azul marino. Delgado, enjuto, de piel morena y con el pelo enmarañado apenas pedía unos céntimos para poder comer ese día.
Rápidamente el semáforo se puso en verde y la vorágine que se vive en julio en Ibiza no nos permitió darle nada. Tuvimos que salir a la carrera a riesgo de ser pitados y engullidos por una sociedad que ya ni sabe ni conoce porque solo le interesa su propio bienestar.
Luego llegamos a casa preguntándonos qué resbalones del destino habrían llevado a aquel hombre pedir en aquel semáforo con más de 30 grados a la sombra. Cómo puede ser de cruel la vida para que a pocos metros unos tengamos tanto y otros tan poco. Quien mueve los hilos para que unos tengan un avión privado para visitar a su familia cada semana y otros ni siquiera puedan comer cada día mientras posiblemente sus familiares no quieran saber nada de ellos. Cómo hay quien se gasta una millonada en contemplar apenas unos minutos la tierra desde el espacio mientras otros invierten lo que no tienen para cruzar un continente y un mar jugándose la vida en manos de mafias soñando con una vida mejor en Europa. O quiénes son los que deciden que a una persona se le puede pagar 40.000 euros mensuales por crear y gestionar sus redes sociales tras hacer una docuserie sobre su vida sin reparar que, tal vez, con esa cantidad, podrían vivir 40 familias solo en España. Contrastes. Realidades. Reflexiones a las que no encuentro respuesta porque como decía la canción... «la vida es así, no la he inventado yo».