Sin saber muy bien cómo, julio se ha desvanecido una vez más como la canción de aquel truhán vestido de señor al que la tilde le quedaba demasiado bien como para quitársela. Así, agosto se ha colado en este domingo pegajoso y lleno de incertidumbres, con cifras de nuevos ingresos por COVID-19, camas de la UCI repletas, nuevos positivos y listas negras en las que recomiendan a turistas deseosos de zambullirse en nuestras increíbles aguas turquesas que es mejor que cancelen sus reservas. Algunos lo hacen, ahora que sale gratis, y otros deciden que la nueva normalidad debe tener también sus merecidas vacaciones, aunque les obligue a calzarse una mascarilla hasta la nariz y sacrificar sus dudas ante las nuevas vacunas. Y aquí estamos de nuevo, con las playas llenas, las carreteras cuajadas de conductores que desconocen sus vericuetos y la piscina de la comunidad bañada de chiquillería y saltos.
Tengo una relación de amor y odio con agosto de la que no consigo desprenderme. Este año, además, tampoco vendrá mi familia a verme porque no les gusta el sol, ni las masificaciones, ni los precios locos de los chiringuitos y al final, para ellos, lo mejor de Ibiza soy yo, así que es más fácil que sea una servidora la que se traslade a la meseta para compartir vinos y confidencias. El problema es que este verano no será posible. Tal vez este cansancio que nos tiene a todos locos se deba a la falta de oxígeno provocada por los tapabocas o a la espera de cada viernes de los cambios legislativos a los que tememos tanto como a las notas de fin de curso, pero este agosto me quedo sin respirar el aroma dulce que emana de quienes nos visitan.
Al menos mis perras me pasean cada mañana por la playa. Algunas veces me cuesta levantarme tan temprano, pero ellas insisten, me ponen la correa y la alegría. En esos paseos matutinos me encuentro con gente muy dispar; un grupo de personas que me saludan cantarinamente, una mujer que rondará los 70 años y que corre separando mucho los brazos y los pies, como Phoebe Buffay en Friends, un alemán con un perro enorme que siempre se asusta con las mías o un argentino que lleva chucherías en el bolsillo para saludarlas de manera dulce. Están también los que van a trabajar a paso ligero, la mujer americana cuyo cachorro parece ya un caballo y con la que charlamos sobre la pandemia o el tiempo, o una de las voces más sólidas y solidarias de la isla, la de Iván Doménech, quien también se desliza por ese paseo mágico de baldosas de madera. El director de un hotel que siempre me saluda sin pararse, gente que dice hola con sonrisas o con un leve elevar de cejas y los que hacen como que no me han visto. Los que escuchan música, los que entonan los ojos con el rumor de las olas y los que elevan su café a modo de brindis.
Me gustan los desconocidos que van canturreando solos y los que sonríen sin motivo y miro con estupor a quienes practican boxeo o yoga en posturas imposibles.
Hay días en los que la loca soy yo. Sobre todo, cuando voy sola y me coloco en las orejas a Andreu Buenafuente y a Berto Romero para susurrarme sus historias imposibles y absurdas en “Nadie Sabe Nada”, para terminar provocándome carcajadas con sus teorías sobre lo viejos que nos hemos hecho. ¡Benditos niños de más de 40 años, esos que le ponen pasión, humor y talento a todo lo que hacen!
Y así, pensando en que agosto ya está aquí, y mientras intento emular el trote de Rajoy para aprovechar el paseo y hacer un poco de deporte de señoras, he sido yo la que se ha comido las sonrisas, fingiendo que el tropezón de Cala y la parada técnica de RAE eran la razón de ese rictus. Si al final los meses van y vuelven, los veranos se convierten en otoños y los caminos de baldosas de madera al atardecer parecen dorados, ¡qué más dará si no hay magos que nos devuelvan a casa, mientras que el viento sople de nuestro lado!
Samanté. En unos días, septiembre nos saludará rumboso.