En febrero de 2020 viajé a Sevilla para pasar un fin de semana. Cuando regresaba a Palma, en el aeropuerto sevillano, pude ver a un grupo de chicas italianas que viajaban a Milán que llevaban mascarilla. Aquella imagen me sorprendió porque no era nada habitual en ese momento, a pesar de que en Italia la COVID-19 ya se había instalado y el gobierno de aquel país había comenzado a tomar medidas.
Dos semanas después, Italia declaraba el estado de alarma y obligaba a sus ciudadanos a encerrarse en casa. En España la vida continuaba como si Italia estuviese a 10.000 kilómetros, pero en un ministerio sabían perfectamente lo que estaba pasando. Lo ha dicho la vicepresidenta segunda del Gobierno, Yolanda Díaz, que ha dejado en evidencia a sus compañeros de gobierno al reconocer que ella sabía perfectamente la complicada situación que estaba a punto de producirse.
Lo normal hubiese sido tomar las primeras medidas y no solo desconvocar los actos por el 8M, sino muchos otros encuentros multitudinarios, pero no se hizo nada. Por pura ideología se mantuvieron las concentraciones aquel 8M, pero también partidos de fútbol, actos políticos y no se obligó a nadie a llevar mascarillas. Recuerden que al inicio de la pandemia las mascarillas no servían para nada. Pues bien, ha quedado muy claro que el Gobierno de Sánchez conocía la gravedad de lo que ocurría, pero reaccionó al menos con dos semanas de retraso.
A partir de ahora, en cualquier país normal, sus responsables políticos darían la cara, explicarían la información que tenían y, sobre todo, justificarían el retraso en tomar medidas para evitar contagios. Lamentablemente no ha pasado nada de eso.
La Fiscalía mantiene su desprestigio -recuerden que una exministra está al frente de este pseudo Ministerio Fiscal- y hay que descartar que se llame a declarar a Yolanda Díaz u otros miembros del Gobierno. Callarán, nos seguirán mintiendo y, si a algún periodista se le ocurre preguntar sobre este asunto, dirán que intenta desestabilizar las instituciones. Dirán que son unos fachas.