Yo admiro mucho el cristianismo, y la primera de las razones es su belleza. La belleza del mensaje de Cristo y, más aún, la belleza de la vida de Cristo es extraordinaria y, desde luego, muy distinta del concepto habitual que se tiene sobre la cosmética.
Hablemos de Semana Santa: el valor fundamental es que su belleza no es centrípeta, sino centrífuga; no es belleza preocupada por maquillarse el propio rostro, sino ocupada en aliviar el dolor del mundo. En los últimos días de la vida de Cristo convivieron perfectamente hermosura y sufrimiento. La gloria –la belleza– de Semana Santa no empieza el domingo de Pascua, también ostenta belleza suma el viernes de la cruz.
Si aceptamos que la belleza es la forma expresiva del amor, hay que concluir que la belleza extrema reside donde reside el amor extremo, o sea en la donación de la propia vida. La gloria de una madre no empieza después de haber amanecido y maquillado, la gloria de una madre ya está presente antes, ya irradia belleza cuando, aun desmaquillada, ve interrumpida su comodidad y se levanta de noche a limpiar el hijo que se agita llorando entre heces. La belleza no llegará después de haber amado y sufrido, la belleza está ya incluida en el haber de quien sufre por amar.