El señor Alfonso Fernández Mañueco, político de PP desde los 18 años en Nuevas Generaciones, presidente de la Junta de Castilla y León y exalcalde de Salamanca como ya lo fue su padre, notable alcalde franquista de esa villa, conoció una gran celebridad mediática hace pocas semanas, cuando se convirtió en el primer dirigente de la derecha española (y de la europea) en pactar un Gobierno de coalición con la ultraderecha de Vox. Por supuesto, antes de Mañueco ya hubo mucho tonteo, pero no un Gobierno, lo que enojó incluso al líder del grupo popular europeo. Así que Mañueco era el hombre del año, todos los días se hablaba de su gran hazaña política, y este abogado regordete (si no lo es, lo parece) alcanzó un nivel de popularidad muy por encima de sus posibilidades.
La efímera gloria del pionero, porque en un mes ya nadie se acordaba de él, apenas se le menciona. Quince días le duró la fama de político innovador y atrevido, sin complejos. Resulta que en su partido a todos les pareció muy lógica su decisión de colocar a Vox en las instituciones, y lo contrario hubiese dejado pasmados a sus votantes. El resto de españoles, que se habían llevado las manos a la cabeza, pronto las quitaron de ahí y se las metieron en los bolsillos, porque total, hace tiempo que no ven ninguna diferencia entre el PP y Vox. Ambos exigen por igual, a diario, la dimisión del Gobierno ilegítimo. Así que quién se acuerda a estas alturas de Mañueco. Hizo lo normal, lo esperado.
Qué otra cosa iba a hacer. Lo suyo fue un caso de mucho ruido y pocas nueces, o las mismas nueces de siempre. Y una vez apagado el alboroto, Mañueco se quedó en lo que era. El que estaba allí en el momento preciso. Un pionero, pero del montón; si él no hubiera dado este paso, lo habría dado cualquier otro. Y tan contento. Bueno es saberlo.