El impetuoso Áyax a veces se dejaba llevar por la tristeza, pero su mujer, Tecmessa, sabía cómo levantarle el ánimo. El truco era invocar al dios Eros, tal vez el más poderoso de los dioses de la Antigüedad, eternamente relacionado con la gozosa inmortal nacida del mar, Afrodita (El Eterno Femenino, que tantos nombres adopta en las diferentes culturas, para seguir guiando en la Maya de las ilusiones vitales).
«Vibro con fuerza erótica; y el gozo desbordante que tañe mis nervios, me da alas», canta entonces el impetuoso Ayax, en una época en que afortunadamente se bebía más vino que redbull y no había coñas cibernéticas. Una época en que era más importante ser alguien que hacer algo. La cuestión era y es enamorarse de la vida para no ser un teledirigido cabestro.
El gran helenista H.D.F. Kitto se refiere a Eros como un una fuerza de gozo apasionado que hace vibrar todo nuestro ser. Es entonces cuando se vive realmente y se apartan las pajas mentales, que los mezquinos mequetrefes y enemigos de la alegría pretenden contagiar.
La naturaleza siempre ayuda a encontrar ese rayo divino que hace más estimulante la vida. Y eso es fácil en las Pitiusas, islas sagradas para todos los pueblos antiguos. Pero hay que huir de la vulgar propaganda comercial que proyecta despojarnos del libre albedrío; de la intoxicación del bakalao electrónico solo apto para zombis sin espíritu. «El lujo es lo único imprescindible en la vida», decía el dandy decadente de la brillante acera de enfrente, The King of Life Oscar Wilde. Pero para el lujo se precisa sensibilidad y cultura, lo demás son baratos fuegos de artificio que solo destacan por precios indecentes.
Es hora de bailar desnudo un sirtaki al Sol.