En los últimos días, ha sido escándalo nacional un gag de mal gusto emitido en TV3 con la Virgen del Rocío (y los andaluces) como protagonista. Los autores del desaguisado son dos personajes bastante despreciables. Uno es el millonario productor y presentador Toni Soler. Y el otro es un sujeto al que resulta difícil describir, Jair Domínguez, cuyo máximo mérito en esto del espectáculo televisivo es cacarear «puta España», a cambio de dinero público español. Nada raro en la Dinamarca del sur.
Admito que cuando estalló la cosa me salió el ramalazo antiseparatista y pensé que tanto Soler como Domínguez son lo peor. Y lo son, pero la verdad es que la libertad de expresión tiene estas anomalías. TV3 es un pozo infecto, que ha hecho un daño tremendo a la convivencia en Cataluña. Y lo mismo ha sucedido con Catalunya Ràdio. En ambas cadenas públicas, por cierto, se habla de los inexistentes Païssos Catalans como si de un estado independiente se tratara y se da totalmente por hecho que ses Illes forman parte de la utopía. Algo que imagino que llena de orgullo y satisfacción a amargados y narcisistas de ambas comunidades.
El gag en sí es zafio a más no poder, como buena parte de lo que se conoce como humor català. Pero no creo que nadie con dos dedos de frente pueda sentirse tan molesto como para exigir a la Catalunya oficial que pida perdón. Es más, cosas como estas nos permiten conocer la realidad del proceso separatista y de quienes lo protagonizan. Y mostrar hacia ellos el máximo desprecio con todos los argumentos. No diré que estos personajes estén a la altura de los de Charlie Hebdo (ya quisieran) pero todos hemos de tener derecho a decir lo que pensamos, por mucho que (nos) desagrade. De eso va la libertad de expresión.