En mi lúbrica experiencia pensaba que el punto de no retorno era otra cosa. Pero leyendo la crónica del heroico rescate de un alpinista con vistas al Vedrà, me entero que también significa quedarse a mitad de escalada sin poder avanzar ni retroceder.
Los alpinistas suelen ser románticos como la cabra tira al monte. Una vez preguntaron al legendario George Mallory que por qué rayos quería escalar el Everest. «Porque está ahí», respondió. Aún no se sabe si logró coronarlo en 1924 (Hillary lo lograría en 1953), pero su cuerpo quedó enterrado en las nieves eternas. En la expedición portaban cajas de Dom Pérignon, riñones al jerez y nada de oxígeno, algo muy diferente de los actuales turistas que abarrotan la cima del mundo, agarrados a su bebida isotónica y la ayudita fundamental del gas. En su caso, el punto de no retorno es tan relativo como llegar al clímax.
En Ibiza también hay escaladores y algunos son muy buenos. A veces me han sorprendido en las rocas de Ses Fontanelles, en Aubarca, por Llentrisca... Mientras yo pensaba estar tomando el sol en cueros en espléndido aislamiento, o bien (audentes fortuna iuvat) me encontraba en pleno arrebato amoroso estimulado por la naturaleza panteísta, escuchaba un cantarín «¡Bon día!». Sorprendido me daba la vuelta y veía una rara especie humana descendiendo una pared de roca. Como siempre voy bien pertrechado en el picnic, podía ofrecerles un vino y un pan payés con sobrasada que aceptaban con alborozo.
Pero tales encuentros se están convirtiendo en algo habitual. Como los rescates. El punto de no retorno significa que el verano ha comenzado.