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Opinión

Discriminar para no discriminar

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La Constitución Española se compone de 169 artículos, muchos de los cuales, los contenidos en el Título I, se refieren a los derechos y deberes fundamentales de los ciudadanos. Pero, de todos ellos, hay uno en particular que se cita una y otra vez por quienes se han erigido en los portavoces del pueblo, ya sea en sus discursos parlamentarios, o en los debates televisivos en los que intervienen como estrellas invitadas.
Se trata del artículo 14, cuya brevedad permite su reproducción íntegra en estas páginas. A saber: «Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social».
Cierto es que este precepto, que consagra el derecho fundamental a la igualdad formal, debe ser complementado con lo dispuesto en el artículo 9.2 de la misma Constitución, que se refiere a la igualdad material y que impone a los poderes públicos la obligación de «promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas y remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud».
Pero esto no quiere decir que las medidas que se adopten con base en este último puedan implicar una contravención manifiesta de lo establecido en el primero. Algo que, a pesar de nuestra aceptación o, mejor dicho, de nuestra resignación, ocurre día sí y día también con muchas de las leyes que se aprueban.
Ejemplo claro de ello es la conocida como «discriminación positiva». Un tipo de discriminación que, según argumentan sus promotores, tiene por objeto otorgar beneficios especiales a colectivos discriminados para que dejen de estarlo. Ahora bien, la esencia de este tipo de medidas radica en que, para beneficiar a unos, es necesario perjudicar a otros. O, dicho de otro modo, hemos de discriminar para evitar la discriminación.
Pues bien, esto no es más que una burda contradicción semántica. Tan evidente, aunque no se quiera ver, como aquella que habla del concepto de «guerra pacífica» o la que define al tío Juan como un «abstemio bebedor». Ya que, una discriminación, lo pinten del color que prefieran, será siempre discriminatoria y, por tanto, contraria al derecho a la igualdad. Lo mismo que las bombas no sirven a la noble idea de la paz, la discriminación no puede traer consigo la igualdad. Es un contrasentido. Una patada a la lógica más evidente.
Además, los llamados «colectivos vulnerables» incrementan su número cada año, sobre todo cuando se aproximan las elecciones y toca exigir a los clientes el pago de su tributo. Tanto que, paradójicamente, no es de extrañar que pronto llegue el día en el que los «no vulnerables» seamos menos y, por efecto de las matemáticas, nos convirtamos de forma automática en vulnerables.
Echemos, pues, un vistazo a la nueva Ley de Empleo, publicada en el BOE de 1 de marzo. En su artículo 50, bajo la rúbrica de «colectivos de atención prioritaria para la política de empleo», se incluyen un total de diecinueve colectivos. Entre ellos, las personas LGTBI, en particular trans, las personas migrantes, las mujeres con baja cualificación o las mujeres víctimas de violencia de género. Es decir, que si usted pertenece a alguno de estos colectivos, sin otra razón o fundamentación más que dicha pertenencia, tendrá derecho a ser atendido de forma prioritaria para encontrar trabajo. Y si no, a la cola. No importa que lleve años cotizando y pagando religiosamente sus impuestos. Si usted no es «vulnerable» con arreglo a estos cánones, «ya le llamaremos».
Y digo yo, ¿no es esto una vulneración patente del derecho fundamental a la igualdad? Que prohíbe las diferencias de trato en función, por ejemplo, del sexo de la persona. A primera vista parece que sí. Y, a segunda, diría que también. Pero claro, aquí no pasa nada. Seguimos yendo a trabajar cada mañana, cada día menos libres y menos iguales. Y votamos a unos o a otros, a los que, tras la noche electoral, nos han prometido la salvación.
La realidad es hoy irrealidad. Y la evidencia, enemiga del progreso. Eso sí, somos modernos, muy modernos.

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