En Rusia el zar Pedro el Grande obligaba a beber diez litros de vodka a los cortesanos que llegaban tarde a sus fiestas. Los que sobrevivían ganaban una aureola de foie legendario y adquirían una puntualidad que dejaba en derretidos Dalí a los relojes suizos.
El zar Putin se declara abstemio y gusta de hacerse fotos a pecho descubierto, pero también exige obediencia ciega y trata a toda oposición con típica crueldad rusa. Como buen judoka, pretende tener al imperio sumiso con una llave asfixiante. Pero en el ejército no le quieren demasiado desde de su despreciativa conducta con la tragedia del submarino Kursk, pues tardó mucho en salir de su dacha estival cuando se ahogaban cientos de marinos.
Los militares no sienten excesivo amor por los espías. No se fían de gente tan retorcida; los consideran necesarios, pero no camaradas de armas. Y Putin es la cara de una KGB que esperaba agazapada con 30.000 millones de dólares el derrumbe dipsómano de Boris Yeltsin para retomar el poder. ¿Secundará el ejército ruso el golpe de Estado de los mercenarios de Wagner?
Putin se mantiene en el poder muy a la rusa. Incluso entrevista a sus generales en TV y los ridiculiza ante la audiencia. (Es curioso y revelador que el presidente íbero, Pyotr Sánchez, haya copiado tal propaganda televisiva: también entrevista a sus ministros aplaudiéndose a sí mismo y no admite preguntas de periodistas).
La guerra de Ucrania llega al Kremlin, jaque a Putin. Se anuncian medidas brutales (tengamos en cuenta que el nivel de brutalidad de un bárbaro del norte es diferente al de un mediterráneo) y el mundo contiene la respiración.