Para la enorme mayoría de los ciudadanos, el centro político está ocupado por aquel partido político equidistante de los extremos, con igual número de rivales a derecha e izquierda. En la legislatura pasada los socialistas aparecían en el centro: Podemos y Més ocupaban su izquierda y Ciudadanos y el Partido Popular quedaban del otro lado.
Hoy, en un mundo simple, dominado por las redes sociales, nadie lee los programas electorales: la mayoría vota por intuición, a partir de cuatro impresiones. Por ejemplo, si un partido está en el centro se piensa que debe ser el bueno, el dialogante, el sensato. No es que esto sea necesariamente así, pero la idea dominante cuando no se entra en materia es que el centro es el equilibrio, la prudencia, la verdad. Los discursos dan lo mismo porque sabemos que se suelen manipular. Esa era la ventaja de la que venía disfrutando el PSOE: tantos a su derecha como a su izquierda. Y ellos en el centro. La sensatez.
Aunque Vox ya existía, todo el debate se centraba en lo que decía Més, Podemos y socialistas –por algo eran gobierno– y, ya casi fuera del espectro, el Partido Popular. Vox sólo se mencionaba para arrearle.
Hay dos razones para que este mandato sea diferente: por un lado, el espectro ha cambiado y ahora se compone de PP y PSOE en el medio y Vox y Més en los extremos; y por otro, la derecha tendrá ahora más posibilidades de hacer llegar su mensaje, debido a que gobierna y eso no se puede ignorar. En otras palabras, el Partido Popular pasa a situarse en el centro del escenario político.
Observen cómo esta variación del lugar que los partidos ocupan en el abanico de opciones electorales nada tiene que ver con los contenidos programáticos, con las definiciones ideológicas, que van por otro lado. Hoy, aquellos que no estudian las propuestas electorales tienden a pensar que el Partido Popular está ‘domesticando' las propuestas brutales de Vox, con lo que automáticamente se convierte en un partido más centrado, más moderado, más razonable.
Más allá de estas percepciones, es obvio que en los últimos años Podemos y los nacionalistas, mucho más en la Península que aquí, han dado un fuerte empujón ideológico hacia la izquierda. Y no precisamente hacia una izquierda económica –explotación del trabajador, lucha de clases, obreros en los consejos de administración– sino sobre todo en un sentido cultural, identitario, ambientalista y hasta animalista.
Lo curioso de esa migración ha sido la postura de los socialistas: se han ido tras Podemos, explorando nuevas fronteras. Baste ver cómo el PSOE de toda la vida se ha quedado abandonado, incrédulo. Escuchen hablar a los dirigentes socialistas de siempre, que no dan crédito. Aquí en Baleares tenemos a Ramón Aguiló, quien desde su tribuna evidencia estas contradicciones con toda su crudeza. En materia nacionalista, también ha pasado lo mismo: no hace treinta años se luchaba por equiparar el mallorquín al castellano en la enseñanza y hoy se defiende que sobreviva un veinticinco por ciento de castellano ante el catalán. Y todos sabemos que esta es una reivindicación teórica porque en la práctica ya hace años que estamos en el cien por ciento en catalán, diga lo que diga la normativa.
La derecha, en cambio, siempre débil ideológicamente, se limita a defender la Constitución del 78, en la que no creía y de la cual los socialistas un día fueron los abanderados. No olvidemos que aquel fue un documento de consenso votado por la abrumadora mayoría de los españoles, y también en las Baleares, aunque parece que hoy ya nadie lo recuerda. Hubo una propuesta hecha por los partidos, hubo debate público, y hubo apoyo abrumador. Algo debería suponer esa votación.
Es decir que la izquierda moderada abandonó el centro ideológico aunque, en el escenario no informado, en el espectro de los partidos, en la esfera pública, se podía extraer una imagen diferente: el PSOE era el centro. Incluso hasta podríamos haberlo visto como centro derecha, según en qué situaciones, porque a su izquierda quedaban muchos partidos mucho más radicales.
Este escenario es el que acaba de derrumbarse. Es el logro de los votantes de Vox y de nadie más. Ni siquiera de sus dirigentes. Es el logro de quienes no compraron el discurso dominante, de quienes analizaron lo que se decía, de quienes se atrevieron a cuestionar el escenario. Tal vez con Vox no vayamos lejos porque es casi imposible que un partido con estos orígenes y una amalgama de ideologías muy duras se construya algo, pero sí ha conseguido devolver el centro del escenario al centro ideológico. El Partido Popular nunca lo agradecerá lo suficiente.