En su oceánica vanidad el hombre se cree cazador, pero en la naturaleza mandan ellas: su arte cinegético está mejor organizado pues necesitan alimentar a sus cachorros y, a veces, mantener al macho mimado como un sultán para que siga siendo un león en el tálamo. Ya decía Gore Vidal que si el hombre pesca con caña, la mujer lo hace con red. Mucho más efectivo.
Junto al macaco presuntuoso y el oso goloso, tal vez sea el zángano el animal que más se asemeja al hombre. No sé cómo Darwin no lo tuvo en cuenta: picaflor que revolotea feliz al sol mientras las abejas se ocupan de la parte utilitaria de la vida.
Pero claro, Darwin estaba demasiado ocupado en copiar a Adam Smith y extrapolar la riqueza de las naciones a su principio de selección natural, donde solo el más fuerte sobrevive y evoluciona. Lo cual fue la excusa perfecta del colonialismo europeo y el capitalismo salvaje. También para agotar la naturaleza, pues el progreso justificaba la degradación y la conquista de naciones «menos avanzadas».
El propio Darwin escribió que «las razas civilizadas exterminarán y reemplazarán a las salvajes a lo largo del mundo». ¡Toma ya civilización! Con razón el Congo belga fue el corazón de las tinieblas. A partir de Darwin ya no hubo más monarcas (como sí hicieron los Reyes Católicos) que considerasen súbditos de pleno derecho a los indígenas de sus territorios conquistados. El glorioso mestizaje era visto por los bárbaros industrializados como una degradación. Comienza la eugenesia con los genocidios, holocaustos y gulags.
Con tanto anís del mono, podemos comprender que Darwin no tuviera tiempo de pensar en el zángano a bordo del Beagle.