Nadie se espera recibir un mensaje en el que le preguntan que si está bien porque ha explotado su edificio, pero si algo nos dan los años son experiencias y batallitas que contar, así que el martes, cuando volvía de grabar unas cuñas de radio y mientras miraba despistada el teléfono para revisar el correo y el WhatsApp, esa frase fue lo primero que leí.
Al principio sacudí la cabeza y pensé que tenía que ser un error, pero cuando vi que eran varios los amigos que querían asegurarse de que nuestra casa no estaba afectada entré en pánico. Solté el bolso, miré las últimas noticias publicadas en la edición digital de este periódico y me eché las manos a la cabeza. El titular era claro e inequívoco y en las fotos aparecía mi portal, uno de los balcones de mi edificio con los cristales de sus puertas esparcidos por la acera y bomberos y policía acotando la zona.
Con el corazón en la garganta y pensando solamente en mis perras, conduje con los latidos golpeándome en los dedos y subí las escaleras de dos en dos. Estaban solas, no habíamos podido volver a casa a comer y estarían muertas de miedo.
Los gruñidos de alegría de RAE y los ladridos agudos de Cala al escucharnos me tranquilizaron. Al introducir la llave en la cerradura su ruido alegre me devolvió la sangre al cuerpo y acto seguido inspeccioné cada habitación, terraza y aparato eléctrico para asegurarme de que todo estaba bien. Suspiré, di las gracias a todos los dioses existentes, al karma y al universo y me di cuenta de lo afortunada que era. Así, solamente porque no había pasado nada, porque nuestro mundo seguía siendo el mismo.
Les pusimos las correas para dar un paseo juntos que nos tranquilizase a todos y al bajar inspeccionamos el piso afectado. No había nadie; en realidad, los propietarios no estuvieron cuando ocurrieron los hechos. Desde abajo solo se veían los cadáveres de las puertas que habían volado por los aires tras la detonación de una lavadora. Llamé al presidente de la comunidad para saber qué había pasado y me relató lo mismo que dirían después los medios, que, según los bomberos, «la acumulación de gases de productos de limpieza podría haber reaccionado con una chispa produciendo una explosión cuya onda expansiva habría reventado los cristales de las ventanas». Fuerte, ¿no?
Anduvimos un buen rato y cuando regresamos ya anochecía. Estos días se nota que las horas de luz se han reducido y el sol se despide con su elegante aleteo mucho antes. De pronto un destello y alguien observando lo que había ocurrido desde dentro. Supuestamente era el propietario del piso afectado, pero nunca le habíamos visto. Por su rellano pasan cada semana personas diferentes y de todas las nacionalidades posibles, aunque los dueños de sus moradas aseguran que no alquilan ilegalmente y que son amigos. Si eso fuese verdad, su tribu sería más amplia que el juego completo de cartas del mundo. No sé cuántos de ellos le habrán escrito para saber cómo está o para preguntarle si necesita algo, aunque sepan que esa no es la morada que habita. Tampoco si alguno se hará responsable de «haberla liado parda», pero lo que está claro es que nos han puesto a todos en peligro y que las señales existen. No baje a pedirme sal, se lo ruego.
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