Sobre un folio en blanco y con una de esas letras bien trazadas, de caligrafía antigua y ortografía difusa, se podía leer «Bragas Viejas». En el cajón de aquel armario habitaba el vacío y sobre ese silencio tan íntimo dormitaban unas sábanas amarillas cuajadas de margaritas y una colcha verde relatándonos que vivió días mejores.
Mercedes, quien transitó en una época en la que las mujeres pasaban de ser propiedad de sus padres a sus maridos, sin derecho a votar, a viajar solas o a soñar con un futuro propio, marcaba sus días en bragas: las nuevas, por si tenía que ir al médico, recatadas, blancas y puras, y las usadas para las mañanas tristes o para los amaneceres cómodos. Las ajadas para bajar al súper, atender a sus clientas de la frutería, acompañar a su marido al bar de abajo o pasearse solo vestida con ellas por su santa morada. Las desgastadas para hacer lo que le viniera en gana y llamar a la revolución a sus vecinas, mientras cantaba por la Jurado desde el patio, libre de sostenes, de fajas y de reglas, como hacemos nosotras tras congraciamos con nuestras carnes flácidas. Las bragas viejas para los atardeceres dorados.
María, tras descubrir la historia de nuestra Mercedes al otro lado del cajón, no puede dejar de pensar cómo sería esa mujer capaz de deletrear su destino en algodones, linos y organzas. Creemos que Mercedes se calza ahora la ropa interior en la residencia donde la han colocado supuestamente sus herederos, tras fallecer su marido y venderle el piso. No sabemos si irán a visitarla, o si solo se abanican con los restos de su pasado, pero hoy queríamos dedicarle este artículo juntas para reescribir sus pasos y andarlos haciendo nuestro particular camino.
No sabemos cómo serían sus lunes, ni sus domingos. Desconocemos qué la llevó a abandonar el norte de España para trasladarse a Barcelona en el año 93 ni, lo más importante, por qué marcó con un rotulador negro su cajón de las bragas. Por eso, nosotras, que nos dedicamos a poner palabras al latido de la verdad, hemos fantaseado con que Mercedes fuese una revolucionaria que, ondeando sus cómodas y usadas calzas, decidió convencer a sus amigas para empezar a cambiar el mundo con pequeñas cosas: desde los «noes» a tiempo, el diálogo, las sonrisas, la música y este particular bolero.
Mercedes se pintaba las uñas de rojo cuando ninguna otra señora del barrio se atrevía, se subió los dobladillos de las faldas, se dio cuenta de que los tacones eran un instrumento de tortura y se pasó a las botas, iba al cine todas las semanas y se tiño el pelo de rubio hasta que acabó hasta el moño y se dejó una melena larga, natural y nívea.
Mercedes se reía alto, alternaba con su esposo, jugaban juntos a las cartas y veraneaba en San Sebastián en caravana. Un día se dio cuenta de que el sujetador le apretaba más de la cuenta, como aquellas fajas de color carne con las que se sentía como una salchicha barata, y decidió prescindir de ellos y donarlos a la beneficencia, mientras se abría un botón de la blusa para aprender a respirar en una nueva España que se le hacía cada vez más blanca.
Mercedes escribía en su diario que en el futuro las mujeres serían astronautas, investigadoras o futbolistas, y se moría de la risa cuando se las imaginaba recogiendo la Copa de España en el Camp Nou, mientras celebraba los goles con Manolo.
En honor a todas las Mercedes de nuestro país, hoy he ordenado mi cajón de la ropa interior en varias secciones: bragas imposibles, bragas especiales, bragas retenedoras, bragas viejas y bragas autónomas. Gracias a todas las mujeres que comenzaron a escribir esta historia que hoy trazamos y cuya estela nos hace completas, nuevas y libres.
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