Mientras tomaba el aperitivo con los sospechosos habituales en el bar Es Clot, frente a la iglesia de Portmany, el pelotón de ciclistas que invade las Pitiusas llamó nuestra atención. Subían la cuesta desde el mar con un rictus de agonía que me hizo pensar que semejante deporte tiene mucho de tortura. Naturalmente nos apiadamos y les invitamos a un vino antes de seguir haciendo kilómetros bajo un sol de justicia.
Solo dos ciclistas recogieron el guante, una polaca y una búlgara de cabellos rubios que hablaban un perfecto español. Reconozco que me dejaron descolocado cuando tomaron asiento en otra mesa a un metro de distancia y pidieron de beber Aquarius; pero aquí estaban, confraternizando con los nativos de aspecto feroz y corteses maneras, y una de las reglas de oro del bebedor deportivo es que debe ser tolerante con los gustos ajenos.
El éxito de estas extremas pruebas atléticas me dejan atónito. Los ciclistas coinciden con el cierre de muchas discotecas, cuyo éxito comercial, con más selfies que baile, también resulta sorprendente. Luego vendrán los del maratón, que no saben que el que entregó el mensaje de la victoria contra los persas murió extenuado tras correr 42 kilómetros bajo la claridad ática. Prefiero las regatas, no hay que cortar carreteras y son apuesta ganadora por la belleza isleña. ¡Y qué decir de una buena galopada por la campiña pitiusa! Las amazonas saben que el vino es la mejor bebida isotónica. También el turismo de escalada se ha afianzado tanto como la cantidad de rescates en paredes verticales. Dicen que el ser rescatado por un apuesto miembro de bomberos o fuerzas de seguridad tiene su encanto. El caso es que las lúdicas Pitiusas se han vuelto de lo más deportivas.
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