Escribo este artículo arrebujada bajo una manta desde la que asoman unos calcetines de Friends. Ha llegado el frío y entre el cambio de temperatura, el viento, que todo lo revuelve, el Día de los Santos, que nos ha obligado a recordar sin remedio todas las ausencias que nos asolan, y la triste noticia del fallecimiento de Matthew Perry, hoy el día está oscuro y especialmente gris. Una taza humeante, exactamente igual que las de Central Perk, me saluda desde la mesa y en mi puerta descansa el mismo marco amarillo de la serie, vigilante junto a la mirilla. Hay ficciones que son más que entretenimiento y que pasan a convertirse en iconos de una generación, y les confieso que Friends ha sido la mía.
Las historias protagonizadas por este grupo de amigos se colaban en nuestros pisos de estudiantes para mostrarnos lo divertido, cómplice o irritante que podía llegar a ser la convivencia. Nunca olvidaré el estallido de una olla a presión que olvidamos en el fuego, absortas en su primera temporada, y cómo su marca se quedó como señal para siempre en el techo, junto con un olor amargo a coliflor que nunca logramos desterrar de la cocina.
En 1998 la mayoría de mis compañeras de clase luchaba por conseguir el color exacto del pelo de Rachel y emular cualquiera de sus estilismos llegó a convertirse en religión para nosotras. Yo, que también quería parecerme a Jennifer Aniston, asumí, sin remedio, que estaba más cerca del mundo surrealista de Phoebe, mientras que, con los años, he terminado convirtiéndome en el personaje interpretado por Courteney Cox para parafrasear constantemente sus «Monicadas» y ser la figura maternal entre mi tribu. Nunca entendí a Ross, más allá del afecto por su mono Marcel y, aunque me hacía mucha gracia Joey, reconozco que su inocencia solo lograba despertarme ternura y carcajadas. Eso sí, como él, sigo odiando compartir las patatas fritas.
Han pasado siete días desde que Matthew Perry falleciera de un infarto a los tempranos 54 años y el sueño de la juventud eterna ha terminado de hacerse añicos para los jóvenes que un día nos vimos reflejados en aquel grupo de treintañeros que buscaban su sitio juntos, unidos y con el sentido del humor como superpoder.
Chandler siempre fue mi favorito. Ni demasiado guapo, ni demasiado feo. Sarcástico, hilarante, cariñoso y tierno. Capaz de dejarlo todo por perseguir sus sueños y protagonista de la historia de amor más hermosa de la serie: la que terminó bien y nos demostró que los finales felices no suelen parecerse a los de los cuentos, sino a los que decidimos escribir a golpe de valentía y de confianza. Tenía todo lo que la mayoría de las mujeres consideramos atractivo en un hombre y, sin embargo, mientras nosotros asistíamos al ascenso de un grupo de actores que cobraban un millón de euros por capítulo, él se hundía sin remedio en una adicción al alcohol y a las drogas que le llevaban a beberse dos botellas de Vodka al día y a tomar vicodina, cocaína y opiáceos.
En el documental del 25 aniversario de Friends reconoció no recordar muchos momentos épicos de la serie y haber sido incapaz de volver a verla, puesto que se quedó en 58 kilos y el reflejo de esa enfermedad se le colaba dentro.
Se me ha enfriado el té y no se me ocurre un final que describa lo que escuecen las despedidas tempranas. Gracias, Chandler. Lo siento, Matthew. Hasta siempre, amigo.
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