Que en este país hay un exceso notable de funcionarios es algo que ya nadie se atreve a cuestionar. Salvo los políticos, los funcionarios y sus familiares, obviamente. Mientras tanto, al ciudadano medio le sangran por todos los lados para poder mantener ese saco sin fondo que cuenta con cada vez más beneficios a pesar de que, también cada vez más, ofrece menos a cambio.
Cuando nació mi hija pequeña, tuvo que estar ingresada 21 días en la unidad de neonatos de Vall d'Hebron. 21 largas jornadas en las que me quedó claro que, si algo preocupaba al personal del área, era cómo escaquearse a diario de sus obligaciones y, sobre todo, cómo conseguir más vacaciones por su cara bonita. Todo les molestaba y todo les resultaba inaceptable. Eso sí, por allí paseaban libremente las locas del reiki y las talibanas de la teta con total libertad y sin ninguna cortapisa para joderte la marrana. En aquel espacio había demasiadas horas de soledad. Y siempre me preguntaba qué tendría que hacer si sucedía algo y aquellas desagradables sujetas, enfermeras y auxiliares, no pululaban entre cunas e incubadoras porque estaban en alguna de sus numerosas pausas para el café y el sindicato. Gracias a Dios, nunca pasó nada. Pero el miedo es libre.
Recuerdo esto cuando veo cómo en Ibiza y en Baleares están usando nuestro dinero para, nos dicen, facilitar más la vida a unos funcionarios por el simple hecho de serlo. Que la vivienda es cara, 400 pavos y estancias en hoteles. Que no encuentran dónde vivir, pues construyamos pisos solo para ellos. Que no les apetece trasladarse aquí a pesar de que la plaza la tienen aquí, más ayudas. Todas pagadas de nuestro maltrecho bolsillo, que llega a final de mes en números rojos y harto de macarrones. Algo estamos haciendo mal cuando la única solución que se adopta es la de seguir alimentando a esta maquinaria insaciable.