Ahora que los días son largos y algunos tenemos la enorme suerte de tener algo más de tiempo libre para abandonarnos a los placeres de la vida, leer, escuchar música, nadar, pasear, compartir una frugal cena con amigos bebiendo un buen vino, esa clase de cosas que quizás descuidamos con el día a día, es inevitable acordarse de aquellos que ya no están con nosotros. Familiares, amigos y compañeros con quienes, tiempo atrás, compartimos muchas veladas como las que ahora nos ocupan, con quienes nos bañamos en el mar, desnudos; con quienes compartimos una sobremesa y vaciamos botellas de Ribera de Duero. Personas a quienes estuvimos muy unidos, gente muy querida, que por una causa o por otra, ya no podemos ver. El tiempo avanza inexorablemente, la vida se nos escapa de entre las manos con cada amigo o familiar que se va. Sucede que, a cada pequeño momento de felicidad, uno no puede evitar recordarles. Viene a ser como un instante de mortificación, de fastidiar ese gran destello de plenitud con una añoranza que nada resuelve. La mente humana es absurdamente ridícula, aunque quizás sólo sea la mía. Ustedes perdonen. Pero tiene uno la sensación de caer en la melancolía cuando más feliz se siente y cuando la vida más le sonríe. Debe ser una propensión inexplicable a no abrazar completamente la felicidad, o igual sólo sea añoranza de otro tiempo pasado, no necesariamente mejor, donde las cenas, las sobremesas y los baños eran con otros allegados, a quienes uno quiso igual que los que ahora le rodean. Daría todo lo que soy y lo que tengo, por juntarlos a todos en esta noche, compartir con ellos y ellas aunque sólo fuera una velada más. Y beber y brindar, hasta que se haga de día. Tomar su mano, abrazarlos, besarlos por última vez. Escuchar música y charlar; discutir y reírnos juntos del mundo y de la vida. Nos creemos el centro del universo y no somos nada.