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Bienvenidos a nuestra querida Ibiza

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Tardamos apenas tres horas en darnos de bruces con la realidad de Ibiza. Exactamente las que se acumularon de retraso en el aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas en el vuelo que nos tenía que haber devuelto desde la capital de España hasta nuestra querida isla. Veníamos de la tranquilidad y la alegría de pasar una semana de fiestas en un pueblo pequeño y tranquilo entre Guadalajara y Teruel llamado Adobes y unos días en la sierra de Madrid y de repente nos dimos cuenta lo que supone vivir aquí, con sus cosas buenas y sus cosa malas. Lo cierto es que viendo las noticias del paso de la DANA por las Pitiusas nos íbamos temiendo lo peor, pero una vez más nos dimos cuenta que para las aerolíneas no somos más que un número y un bulto que transportar al que no se le da ningún tipo de información de por qué un vuelo que tenía que salir a las 23.00 horas no lo hace hasta las 02.00 horas o porque luego, una vez embarcados, te mantienen casi otra media hora dentro del avión hasta que se despega. Y todo eso con una señora de 74 años y un niño de 8.
Ya en Ibiza, bien entrada la madrugada y bajo la lluvia, afortunadamente la rápida y constante llegada de los taxistas al aeropuerto hizo que apenas tardáramos media hora en llegar a Jesús a pesar de la gran cola de pasajeros que se acumulaba en la terminal de llegadas para coger un transporte. Pero antes de acostarnos, ya en la calle Cap Martinet y a escasos metros de nuestro portal volvimos a comprobar que ya estábamos en nuestra querida isla. En la confluencia con el carrer de la Guàtlera casi nos atropella un patinete con una chica que circulaba a eso de las cuatro de la mañana sin luces, sin casco y sin chaleco seguida de una motocicleta en un estado digamos que mejorable. Al comentarle que eso era un peligro, y que luego pagamos los que cumplimos las normas a bordo de los patinetes por los que no lo hacen, la respuesta fue tremendamente violenta por parte de ambos, llegando incluso a decirnos el motorista de muy malas maneras y a voz en grito que nos calláramos.
Sin dar crédito, opté por asumir nuestra derrota y tras negar con la cabeza me dirigí a la puerta de nuestro portal, introduje la llave del portal, caminé por el estrecho pasillo de la urbanización y una vez dentro de casa me volví a sentir hastiado, cansado y decepcionado. El peso de las tres mochilas era lo de menos y la perspectiva de que no hiciera buen tiempo para el día siguiente ya no me importaba porque una vez más me dí de bruces con la realidad de nuestra querida isla. Esa que tanto amo y a la que al mismo tiempo ya no entiendo. Esa que por un lado me encanta pero que también odio. Esa que disfruto pero que al mismo tiempo aborrezco… esa que al fin y al cabo es como el Doctor Jekyll y Mr Hyde… como dos caras de una misma moneda con la diferencia de que poco a poco una de ellas cada vez es más grande y pesa más para que siempre caiga de su lado.
Y es que las noticias que me llegan después de más de diez días desconectado de todo y casi de todos tampoco ayudan en exceso. Ponerse al día es conocer una sucesión de accidentes de tráfico, detenciones de todo tipo y pelaje, noticias de gente que decide pasear desnuda por la calle porque piensan que aquí está todo permitido, de supuestos activistas que asaltan casas, de cantantes que graban vídeoclips sin importarles si lo hacen en lugares protegidos, o de asentamientos de todo tipo donde vive la gente que no llega a fin de mes en la Ibiza del lujo… o incluso de gente conocida que por recriminar a alguien que está aparcando en una zona no habilitada para ello acaba en el hospital con el codo roto y otras lesiones. Noticias que te hacen pensar si en esta isla se nos ha ido todo de las manos de una manera tan brutal que solo las nuevas generaciones pueden hacer que la tortilla de la vuelta. Porque escuchar como tu hijo de 8 años les cuenta a todos sus primos del pueblo en qué consiste el ball pagès, qué visitar en su querida isla, cuales son sus tradiciones y que le gustaría ser sonador y ballador cuando tenga más edad mientras se le iluminan los ojos nos demuestran que, afortunadamente, no todo está perdido.

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