Cuando cantaba en Cuzco, a punto de despeñarme por el Camino del Inca rumbo a La Cuna del Relámpago (así llamaba al Machu Picchu el gran poeta del amor desesperado, Neftalí Reyes alias Pablo Neruda), mascaba la coca y bebía su infusión como si fuera té amargo. Daba cierta euforia y era fundamental para vencer el mal de altura. Pero lo que de verdad me gustaba era el Pisco Sour, aderezado con un par de hojitas que eran como nubarrones olímpicos sobre la nieve del cocktail. En los vicios hay que ser sibarita.
Con el tráfico ilegal de cocaína ha pasado como con los cigarrillos industriales, que tienen más aditivos artificiales que tabaco puro. Y eso que hubo una época en que tanto Sigmund Freud como Sherlock Holmes podían comprarla en la farmacia; y Ramiro de Maeztu, llegó a decir que España era el país de la cocaína con churros. A partir de la II Guerra Mundial se prohíbe y empieza a mezclarse con anestésicos veterinarios y otras guarradas.
Con tanta adulteración hemos llegado al mundo de las pastillas –donde manda mucho la mafia holandesa—, fundamentales para aguantar el aburridísimo bakalao electrónico. Y muchas otras mezclas aberrantes: ¿la llaman cocaína rosa porque mezclan ketamina con tabasco?
La Guardia Civil ha incautado el mayor alijo de pastillas en España con detenciones en Ibiza y Málaga. Y los que vendrán, si les dejan, pues la estupefaciente búsqueda de la felicidad o sepukku mental aumenta entre los aburridos de realidad tanto como el poder de las mafias. Laboratorios clandestinos crean nuevas pastillas fácilmente en un mundo colocado de estupidez. Y más hipócrita. Si hicieran un análisis en el Congreso la sorpresa sería monumental. Tal vez así cortaríamos la diarrea verbal de tanto pringado burrócrata.